Capítulo 2
—Cría bien al niño y no hagas más escándalos —dijo Salvador con tono condescendiente—. Conoce tu lugar.

—Tranquila, aún queda un cuarto para la sirvienta en casa.

Al oírlo, el grupo soltó risas burlonas.

—Joaquina, mira cuánto se preocupa Salvador por ti —dijo uno—. Te ofrece techo y comida para que no sufras.

—¿Acaso cuidar al hijo de Rosa no es mejor que tu vida miserable? ¡Agradécele ya!

Rosa tocó su arete y añadió con falsa dulzura:

—No temas, si mi hijo se porta mal, yo lo castigaré. No permitiré que te humillen.

Salvador resopló, lanzándome una mirada despectiva:

—¿Humillación? Desapareció por una tontería. Si vuelve fracasada, merece sufrir.

Un latido se congeló en mi pecho.

¿Aún creía que registrar su matrimonio con Rosa era "una tontería"?

El Salvador que me amó... ya no existía.

No era el joven que cruzó la ciudad herido para rescatarme.

Ni el muchacho pobre que juró darme el mundo.

Menos aún el hombre exitoso que cocinaba para mí.

Pero ya no importaba.

Después de todo, pronto tendría mi segundo hijo.

Aparté los recuerdos. No valía la pena discutir.

Miré a Salvador con calma:

—¿No vinieron a recogerme? Vamos.

Un silencio incómodo cayó. Intercambiaron miradas y estallaron en carcajadas.

—¿Recogerte a ti? —Rosa rió fríamente—. ¿Crees que mereces eso?

Señaló el cartel: —Esperamos a Helina. ¿Sabes quién es?

Por supuesto que lo sabía. Era mi nombre inglés.

—Helina es la señora de la familia Gustavo —vociferó alguien—. La esposa legítima de Gustavo.

—Don Gustavo domina los negocios, pero es un romántico empedernido. Dicen que solo esperaba a Helina para casarse.

—Todos saben: complacer a la señora Gustavo vale más que adular a su marido. ¡Es el amor de su vida!

Una sonrisa feliz asomó en mis labios. En tres años, la fama de "marido devoto" de Gustavo solo crecía.

Rosa, deseosa de humillarme, añadió:

—Para complacerla, don Gustavo compró un brazalete Verdad Eterna en Christie's... ¡20 millones de dólares!

Toda mujer envidiaría a la señora Gustavo.

De repente señaló mi muñeca con un grito:

—¡Es ESE!

El silencio se apoderó del lugar. Todas las miradas clavadas en mi pulsera.

Salvador me agarró la mano, escudriñó la joya y soltó una risa cortante:

—¡Buenas imitación! ¿Te lo regaló un repartidor? Hasta para eso sirves: basura.

Liberé mi brazo. Acaricié el brazalete con una sonrisa serena.

Al ver mi expresión, Salvador palideció. De un tirón brutal, arrancó la pulsera de mi muñeca.

No esperaba su violencia... y logró arrebatármela.

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