Manu
Recuerdo que lo primero que vi fueron sus ojos, y como ellos se centraron en los míos. Luego, en cuestión de segundos, mi respiración se detuvo para comenzar a calmarse. Dejé de temblar y mi corazón se disparó. El caos de mi mente guardó silencio, y los gérmenes que se esparcían por la habitación, se esfumaron. Todo, más allá de mi control, se volcó hacia ella, y de pronto en mi mundo no existió nadie más. Ella, envuelta en los brazos de mi hermano, parecía pedir ayuda. ¡Cómo me habría encantado poder hacerlo! Sin embargo, no sabía quién era y no podía pretender que algo en mí podría ayudarla. Además, era muy probable que se tratara de la novia de Tomás, o mucho más factible, que su figura solo fuera el desesperado intento de mi imaginación por salvarme del pánico que me acechaba.
No supe qué decir. No supe qué hacer. Y me odié.
—¿Hasta qué hora debo soportar este ruido? —bramé, incapaz de esbozar otra frase.
Tras mi ridículo momento de ira, entré a mi habitación desesperado por ver lo que mi traviesa mente creaba. Para mi asombro, lo único que permanecía en mi cabeza era aquella curiosa pieza de arte: su rostro perfecto, sus ojos cafés, su pelo oscuro, su piel morena, sus ropas de colores y su semblante luminoso. No era solo una imagen bonita: era una explosión de tonos cálidos en un universo donde todo había sido gris. Se sentía como si alguien hubiese abierto una ventana en medio del encierro, como si un pincel invisible hubiese trazado una escena solo para mí. Quería quedarme allí, dentro de esa imagen, como si se tratara de una pintura en la que por fin podía respirar.
Antes de que pudiese olvidarla, tomé un lápiz y la dibujé, no una, sino cientos de veces. Su silueta se volvía más clara con cada trazo, como si mi propia mano estuviera tratando de conservar algo que la mente ya empezaba a desvanecer. No quería dejar de pensarla. Me aferraba a su recuerdo como se aferra un náufrago a una tabla en medio del mar. Por primera vez en muchos años, tenía una imagen hermosa en mi mente. Una imagen limpia, viva, intensa. Algo que no nacía del miedo ni de la compulsión, sino de la simple belleza.
No quería que volvieran los tics, no quería volver a pensar en desorden, en suciedad o en casualidades absurdas que solo me provocaban terribles muertes. Quería seguir sintiendo ese instante en que todo se detuvo y sus ojos me miraron. Quería quedarme dentro de ella, o al menos, en el reflejo que había dejado dentro de mí. Esa noche supe que solo deseaba aquel rostro en mi cabeza. Que no necesitaba otra cosa.
Por supuesto que mi descubrimiento me provocó un insomnio encantador. No dormí, pero no importó. La ansiedad de siempre fue reemplazada por algo nuevo: una necesidad desesperada de volver a verla. No era simplemente un deseo, era una urgencia visceral, una especie de hambre en el pecho que me pedía repetir aquel instante en que su mirada se cruzó con la mía. Quería saber si su voz era tan suave como parecía, si sus movimientos eran siempre tan espontáneos, si la imagen que había dibujado era fiel o apenas una sombra de su presencia.
Pasé la noche así, flotando entre dibujos y pensamientos, con los dedos aún manchados de grafito y los ojos vidriosos por el esfuerzo. Pero entonces, en medio de todo ese fervor, recordé que no estaba solo en el mundo. Recordé a mi madre, que seguramente habría preparado el desayuno, como cada mañana. Recordé su cansancio, su entrega, y sobre todo, recordé cuánto le dolía cuando yo no bajaba a acompañarla. Me debatí entre dos impulsos: quedarme allí, aferrado a ese retrato que me daba vida, o bajar y compartir el mundo real con quien había sostenido el mío durante tanto tiempo.
Así, con torpeza y un dejo de culpa, me levanté. Al despertar esa mañana, y luego de mi ritual de limpieza, baño y orden, respondí finalmente a su llamada para el desayuno. Como siempre, bajé la escalera a las diez en punto, esta vez con el corazón latiendo con fuerza por una razón completamente distinta. Y al entrar a la cocina, la escena que me esperaba fue como un regalo envuelto en nerviosismo: mi hermosa musa aguardaba sonriente.
Nuestras miradas se cruzaron, y mientras mi rostro palidecía aún más, el de ella se tornaba cada vez más rojo. No pude sonreír. Tomé mis cubiertos, los lavé con sumo cuidado, y la observé con seriedad, pues ese fue el peor de los comienzos: ella estaba en mi lugar.
Volví a temblar. La miré, y la culpa también volvió. Incluso ella, perfecta y todo, no podía ocupar mi territorio en la mesa.
—Ese es mi lugar —reclamé.
Ella no me contestó y se movió un asiento hacia la izquierda. Estaba roja, y supuse que la ira comenzaba a invadirla. Mi temblor se agudizó y, tanto Tomás como mi madre lo notaron. Siempre lo notaban, por lo que evitaban que me cruzara con cualquier desconocido. Mamá también se puso nerviosa, por eso derramó parte de la leche de almendras orgánicas que acostumbraba beber y me salpicó.
Me enfurecí, pero no con ella. Me enfurecí conmigo. Pero nadie lo notó.
Hubo silencio, demasiado a mi parecer, y mis manos comenzaron a perder el control. El cubierto vibraba en mis dedos. Mis labios se apretaban tanto que me dolía la mandíbula. Sin embargo, lo peor vino después, cuando una osada mano tocó mi rostro intentando limpiarlo.
Ella, la intrusa, con una mirada demasiado dulce para ser real, secaba las gotitas de leche de mi mejilla izquierda con una servilleta. Me recorrió un escalofrío y sentí que moría. La maldije en secreto. ¿Qué le pasaba a esa chica? Odié a mi madre por permitirle estar ahí, odié a Tomás por traerla, me odié a mí mismo por no ser capaz de controlarme, y la odié a ella, aunque nada era su culpa. Estaba claro que mi hermano no le había explicado el protocolo de conducta a tener cuando estoy cerca. ¡Y odié que existiera un protocolo para acercarse a mí! Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía que tocarme? ¿por qué tenía que arruinarlo de esa forma? ¿Sabes hace cuánto tiempo nadie me toca? pensé, furioso.
—¿Esta es la clase de persona que traes a la casa? —dije a Tomás—. No te vuelvas a acercar a mí —le dije a ella, y escapé.
No era su culpa, sabía que no lo era, pero había sido demasiado para mí. Esa mañana asumí que su rostro en mi cabeza era suficiente, pues me era imposible lidiar con lo demás. Subí de prisa a mi habitación en busca de paz para que mis manos dejaran de temblar, me senté frente a mi escritorio, y la dibujé. Mis lápices que yacían abandonados por años, recorrieron sus facciones con la delicadeza de las caricias que jamás mis manos serían capaces de entregar, y poco a poco, comencé a recuperar la calma. Qué hermosa y fantástica droga era esa desconocida mujer de cabello despeinado y sonrisa maliciosa. Jamás existió medicamento que lograra tranquilizarme como ella. Me detuve a observarla, plasmada en un retrato, y noté la tristeza que reflejaba su mirada. ¿La había hecho sentir mal? ¿por qué?
—¿Sería posible que estuvieras intentando acercarte a mí? —murmuré. Pero, ¿por qué alguien perfecto querría acercarse a un ser defectuoso como yo?
Absorbido por esos ojos castaños e intensos, comencé a perderme, hasta que unos golpes en la puerta me devolvieron a la realidad. Supuse que era Tomás quién me buscaba, preocupado por mí y sintiéndose culpable. Qué círculo vicioso y sin sentido era vivir con alguien como yo. Intenté contestar, pero mi voz desapareció con ella y sus miles de rostros dibujados sobre mi mesa. Entonces, la oí:
—Lo siento, no lo sabía. La próxima vez no me equivocaré.
A través de la puerta, una dulce, potente y segura voz me obligó a escuchar. Hablaba de disculpas, y de próximas veces. Entendí con eso que ya estaba enterada de que no éramos iguales, aunque seguía sin saber qué clase de relación la unía a mi hermano. Tuve el impulso de abrir, y hasta avancé para pedirle disculpas por arruinar su cita, pero mis manos fueron incapaces de girar la manilla.
Había perdido una vez más. Derrotado, volví sobre mis pasos hacia mi escritorio, a mi droga perfecta, a mi calmante recién descubierto.
Aunque sin duda, esa mañana quise confiar en ella y en su próxima vez.
Nino El fin de semana que siguió a mi fallido intento por conocer a Manu, confirmé que Tomás me odiaba. Por desgracia, debo reconocer también que merecía todo su rencor, pues desde el mismísimo lunes en que nos vimos en la facultad, comencé a insistir para que me invitara una vez más a su casa, aunque como era de esperar, no hubo promesa o argumento que lograra convencer a mi amigo: juré que tendría cuidado, que no cruzaría palabra con su hermano y, si era necesario, ni siquiera lo miraría. Mis motivos no eran un misterio. Solo deseaba una oportunidad más con él, pero Tomás no estuvo de acuerdo, y nunca logré adivinar si su negativa era motivada por celos o por la responsabilidad que sentía de proteger a Manu. Por esos días, solo estaba segura de una cosa: Tomi me quería lejos de ahí. Sin embargo, darme por vencida nunca fue algo sencillo para mí y, por gracia del destino, y como todo aquel que me conociera sabía, la timidez no estaba dentro de mis atributos, por lo que la única solu
Nino No conté los segundos, pero puedo asegurar que el mundo se detuvo cuando atravesó el umbral de la puerta con su caminar suave y algo torpe. Estaba igual de hermoso, con unos jeans que a mí no me habrían entrado ni aunque embarrara mi cuerpo en mantequilla. Sí, me fijé en su ropa, en la camisa a cuadros que llevaba y en esa camiseta blanca que lo hacía parecer un niño bueno, y me recriminé por eso. Yo no era una persona que se dejara llevar por el aspecto de un hombre, pero es que era inevitable no perderse en la hermosura de ese ser humano. Además, ¿qué otra cosa podía decir sobre él si no lo conocía? Claro que podía estar idealizándolo, pero me daba igual. Su imagen perfecta, se grabó en mi retina para siempre. Intenté sonreír, pero Manu me miró evitando mis ojos, solo para comprobar que no ocupaba su lugar. No dijo nada, pero se sentó a mi lado, derecho y elegante. Su madre le sonrió con ternura, Tomás se ubicó frente a mí y la rutina comenzó. Claudia se volteó para servir la
Manu Esa tarde, Nino apareció en casa despilfarrando toda la magia que emanaba su presencia. Nada combinaba en su figura, ni su pelo violeta con su piel, ni su vestido de lunares con sus zapatillas rojas. Toda ella era un caos elaborado de forma cuidadosa y delicada, que al unirse en su cuerpo curvilíneo creaba una imagen que solo inspiraba una adictiva alegría. No la conocía, pero deseaba mantenerme cerca solo para contagiarme de su curiosa sonrisa que lo iluminaba todo junto a su desvergonzada forma de moverse y hablar. Si bien mi círculo de personas conocidas se había reducido a mi familia, era innegable el hecho que nunca vi ser humano más seguro de sí mismo que ella. Nino parecía no temer a nada, y eso me incluía. Por lo mismo, todas sus palabras parecían un descarado intento por integrarme a esa relación extraña que tenía con mi hermano. Me sonreía, me preguntaba cosas y, para sorpresa de todos, logró mantenerme interesado por largo tiempo, soportando incluso la culpa que me pr
Manu Desperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón. Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila. —Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar. La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a m
Nino La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada. Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes
Nino ¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente? Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata: "¿Me odias?""Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías."¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté."Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció. "¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. T
Manu La tarde en que Nino decidió cruzar la línea que nos separaba, fue, debo reconocerlo, un fiasco. En un comienzo estaba bien, el momento era agradable y yo disfrutaba por completo la nueva sensación que me provocaba estar cerca de ella. Era increíble que mi voz temblara cada vez menos si deseaba hablarle, o que el solo mirarla me diera alegría. Íbamos bien, yo iba bien. Hasta que Nino mencionó la pintura que reposaba sobre la pared a un costado de mi madre. Huir fue una respuesta intuitiva para mí, pues no deseaba ver la expresión de mamá al recordarlo, sabiendo lo difícil que le resultaba evocar esos días en que todo rastro de júbilo fue arrojado a la basura. Me levanté sin ser capaz de dar explicaciones y esperé con paciencia en mi habitación a que Nino golpeara como cada tarde, solo para decir adiós con su genuina sonrisa, y en efecto, no pasó mucho tiempo hasta que la oí subir. Me levanté de mi escritorio con el corazón acelerado, listo para acudir a sus tres golpecitos en
ManuMamá me esperaba a dos cuadras, en el único lugar donde había conseguido estacionar. No sé por qué, pero caminé despacio, tal vez con la intención de tentar a la suerte y permitir que la vida me sorprendiera y me cruzara con ella, algo que por desgracia, no ocurrió. Desanimado di con mi madre, y segundos antes de subir al auto, oí el teléfono, y luego su dulce voz emocionada, diciéndome que la esperara y que no me moviera de aquel lugar. Mamá no entendió porque me detenía. Me voltee, creo que avancé un par de pasos y la vi frente a mí, agitada y con los ojos cubiertos de lágrimas. Desee hablarle, explicarle la demora, que había pasado tiempo sin pintar, que quería usar solo su recuerdo, pero antes de que pudiera decir una palabra, ella estaba abrazándome con fuerza. Una persona real estaba rodeándome con sus brazos, y era ella. Y no estaba temblando, al contrario, mi cuerpo la recibió de forma automática, como si hubiese estado esperando por ella toda la vida. No sé cuánto duró,