Paso 4

Manu

Recuerdo que lo primero que vi fueron sus ojos, y como ellos se centraron en los míos. Luego, en cuestión de segundos, mi respiración se detuvo para comenzar a calmarse. Dejé de temblar y mi corazón se disparó. El caos de mi mente guardó silencio, y los gérmenes que se esparcían por la habitación, se esfumaron. Todo, más allá de mi control, se volcó hacia ella, y de pronto en mi mundo no existió nadie más. Ella, envuelta en los brazos de mi hermano, parecía pedir ayuda. ¡Cómo me habría encantado poder hacerlo! Sin embargo, no sabía quién era y no podía pretender que algo en mí podría ayudarla. Además, era muy probable que se tratara de la novia de Tomás, o mucho más factible, que su figura solo fuera el desesperado intento de mi imaginación por salvarme del pánico que me acechaba.

No supe qué decir. No supe qué hacer. Y me odié.

—¿Hasta qué hora debo soportar este ruido? —bramé, incapaz de esbozar otra frase.

Tras mi ridículo momento de ira, entré a mi habitación desesperado por ver lo que mi traviesa mente creaba. Para mi asombro, lo único que permanecía en mi cabeza era aquella curiosa pieza de arte: su rostro perfecto, sus ojos cafés, su pelo oscuro, su piel morena, sus ropas de colores y su semblante luminoso. No era solo una imagen bonita: era una explosión de tonos cálidos en un universo donde todo había sido gris. Se sentía como si alguien hubiese abierto una ventana en medio del encierro, como si un pincel invisible hubiese trazado una escena solo para mí. Quería quedarme allí, dentro de esa imagen, como si se tratara de una pintura en la que por fin podía respirar.

Antes de que pudiese olvidarla, tomé un lápiz y la dibujé, no una, sino cientos de veces. Su silueta se volvía más clara con cada trazo, como si mi propia mano estuviera tratando de conservar algo que la mente ya empezaba a desvanecer. No quería dejar de pensarla. Me aferraba a su recuerdo como se aferra un náufrago a una tabla en medio del mar. Por primera vez en muchos años, tenía una imagen hermosa en mi mente. Una imagen limpia, viva, intensa. Algo que no nacía del miedo ni de la compulsión, sino de la simple belleza.

No quería que volvieran los tics, no quería volver a pensar en desorden, en suciedad o en casualidades absurdas que solo me provocaban terribles muertes. Quería seguir sintiendo ese instante en que todo se detuvo y sus ojos me miraron. Quería quedarme dentro de ella, o al menos, en el reflejo que había dejado dentro de mí. Esa noche supe que solo deseaba aquel rostro en mi cabeza. Que no necesitaba otra cosa.

Por supuesto que mi descubrimiento me provocó un insomnio encantador. No dormí, pero no importó. La ansiedad de siempre fue reemplazada por algo nuevo: una necesidad desesperada de volver a verla. No era simplemente un deseo, era una urgencia visceral, una especie de hambre en el pecho que me pedía repetir aquel instante en que su mirada se cruzó con la mía. Quería saber si su voz era tan suave como parecía, si sus movimientos eran siempre tan espontáneos, si la imagen que había dibujado era fiel o apenas una sombra de su presencia.

Pasé la noche así, flotando entre dibujos y pensamientos, con los dedos aún manchados de grafito y los ojos vidriosos por el esfuerzo. Pero entonces, en medio de todo ese fervor, recordé que no estaba solo en el mundo. Recordé a mi madre, que seguramente habría preparado el desayuno, como cada mañana. Recordé su cansancio, su entrega, y sobre todo, recordé cuánto le dolía cuando yo no bajaba a acompañarla. Me debatí entre dos impulsos: quedarme allí, aferrado a ese retrato que me daba vida, o bajar y compartir el mundo real con quien había sostenido el mío durante tanto tiempo.

Así, con torpeza y un dejo de culpa, me levanté. Al despertar esa mañana, y luego de mi ritual de limpieza, baño y orden, respondí finalmente a su llamada para el desayuno. Como siempre, bajé la escalera a las diez en punto, esta vez con el corazón latiendo con fuerza por una razón completamente distinta. Y al entrar a la cocina, la escena que me esperaba fue como un regalo envuelto en nerviosismo: mi hermosa musa aguardaba sonriente.

Nuestras miradas se cruzaron, y mientras mi rostro palidecía aún más, el de ella se tornaba cada vez más rojo. No pude sonreír. Tomé mis cubiertos, los lavé con sumo cuidado, y la observé con seriedad, pues ese fue el peor de los comienzos: ella estaba en mi lugar.

Volví a temblar. La miré, y la culpa también volvió. Incluso ella, perfecta y todo, no podía ocupar mi territorio en la mesa.

—Ese es mi lugar —reclamé.

Ella no me contestó y se movió un asiento hacia la izquierda. Estaba roja, y supuse que la ira comenzaba a invadirla. Mi temblor se agudizó y, tanto Tomás como mi madre lo notaron. Siempre lo notaban, por lo que evitaban que me cruzara con cualquier desconocido. Mamá también se puso nerviosa, por eso derramó parte de la leche de almendras orgánicas que acostumbraba beber y me salpicó.

Me enfurecí, pero no con ella. Me enfurecí conmigo. Pero nadie lo notó.

Hubo silencio, demasiado a mi parecer, y mis manos comenzaron a perder el control. El cubierto vibraba en mis dedos. Mis labios se apretaban tanto que me dolía la mandíbula. Sin embargo, lo peor vino después, cuando una osada mano tocó mi rostro intentando limpiarlo.

Ella, la intrusa, con una mirada demasiado dulce para ser real, secaba las gotitas de leche de mi mejilla izquierda con una servilleta. Me recorrió un escalofrío y sentí que moría. La maldije en secreto. ¿Qué le pasaba a esa chica? Odié a mi madre por permitirle estar ahí, odié a Tomás por traerla, me odié a mí mismo por no ser capaz de controlarme, y la odié a ella, aunque nada era su culpa. Estaba claro que mi hermano no le había explicado el protocolo de conducta a tener cuando estoy cerca. ¡Y odié que existiera un protocolo para acercarse a mí! Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía que tocarme? ¿por qué tenía que arruinarlo de esa forma? ¿Sabes hace cuánto tiempo nadie me toca? pensé, furioso.

—¿Esta es la clase de persona que traes a la casa? —dije a Tomás—. No te vuelvas a acercar a mí —le dije a ella, y escapé.

No era su culpa, sabía que no lo era, pero había sido demasiado para mí. Esa mañana asumí que su rostro en mi cabeza era suficiente, pues me era imposible lidiar con lo demás. Subí de prisa a mi habitación en busca de paz para que mis manos dejaran de temblar, me senté frente a mi escritorio, y la dibujé. Mis lápices que yacían abandonados por años, recorrieron sus facciones con la delicadeza de las caricias que jamás mis manos serían capaces de entregar, y poco a poco, comencé a recuperar la calma. Qué hermosa y fantástica droga era esa desconocida mujer de cabello despeinado y sonrisa maliciosa. Jamás existió medicamento que lograra tranquilizarme como ella. Me detuve a observarla, plasmada en un retrato, y noté la tristeza que reflejaba su mirada. ¿La había hecho sentir mal? ¿por qué?

—¿Sería posible que estuvieras intentando acercarte a mí? —murmuré. Pero, ¿por qué alguien perfecto querría acercarse a un ser defectuoso como yo?

Absorbido por esos ojos castaños e intensos, comencé a perderme, hasta que unos golpes en la puerta me devolvieron a la realidad. Supuse que era Tomás quién me buscaba, preocupado por mí y sintiéndose culpable. Qué círculo vicioso y sin sentido era vivir con alguien como yo. Intenté contestar, pero mi voz desapareció con ella y sus miles de rostros dibujados sobre mi mesa. Entonces, la oí:

—Lo siento, no lo sabía. La próxima vez no me equivocaré.

A través de la puerta, una dulce, potente y segura voz me obligó a escuchar. Hablaba de disculpas, y de próximas veces. Entendí con eso que ya estaba enterada de que no éramos iguales, aunque seguía sin saber qué clase de relación la unía a mi hermano. Tuve el impulso de abrir, y hasta avancé para pedirle disculpas por arruinar su cita, pero mis manos fueron incapaces de girar la manilla.

Había perdido una vez más. Derrotado, volví sobre mis pasos hacia mi escritorio, a mi droga perfecta, a mi calmante recién descubierto.

Aunque sin duda, esa mañana quise confiar en ella y en su próxima vez.

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