2) El contrato

Temblaba.

Cada fibra de mi cuerpo gritaba que corriera. Que dijera que no. Que me levantara de aquella acera húmeda y huyera lejos de ese hombre y de su propuesta indecente.

Pero entonces… Lincoln.

Su rostro pálido, su cuerpo inmóvil, los pitidos de las máquinas, la palabra urgente en la voz del doctor…

Un millón de dólares.

Un millón de dólares o la muerte.

Tragué saliva con dificultad.

¿Qué estoy haciendo? ¿Y si me arrepiento? ¿Y si él es peligroso?

Mis labios se entreabrieron, apenas un susurro, apenas una rendición.

—Acepto… —dije, sin mirarlo directamente, con la voz quebrada por el miedo y la vergüenza—. Lo haré.

Hubo un segundo de silencio. Como si hasta la lluvia contuviera el aliento.

Él no dijo nada. Solo se giró con calma y caminó hacia un auto negro estacionado a un costado. Un chofer abrió la puerta trasera.

Me miró por encima del hombro.

—Entra.

Y lo hice.

Dí el primer paso hacia una vida que ya no me pertenecía.

El interior del auto era tan silencioso que podía oír mis propios latidos. El cuero de los asientos era suave, de un negro brillante, y el aroma a madera y tabaco caro me mareaba. No pertenecía a ese mundo, y lo sabía.

Me senté, rígida, con las manos apretadas sobre las rodillas. Mis ropas estaban mojadas, embarradas, fuera de lugar en ese universo de riqueza.

Él se sentó a mi lado, con el porte de quien tiene el control de todo. De todos.

Me lanzó una mirada de reojo, una que me atravesó como un bisturí.

—Tienes miedo —dijo sin emoción, como si describiera el clima.

No respondí. No podía.

Tenía miedo, sí. Mucho. Pero más miedo me daba perder a Lincoln.

—Bien. El miedo te mantendrá obediente. —Se recostó, como si ya todo estuviera resuelto. Como si yo ya le perteneciera.

No dijo nada más.

No hizo falta.

Después de una largo rato.

Una mansión apareció tras unos portones de hierro forjado, altos como un castillo, que se abrieron lentamente ante nosotros.

Se alzaba como un edificio majestuoso. Mármol blanco. Escaleras amplias. Ventanas enormes con cortinas cerradas. Jardines recortados con precisión .

Un lugar que gritaba poder.

Un lugar al que yo no debía entrar.

Bajé del auto con las piernas temblorosas. Los tacones se clavaban en el suelo de piedra .

El mundo que conocía había muerto esa noche.

El hombre caminó delante de mí sin mirar atrás. Yo lo seguí como un cordero al matadero.

Estando en su habitación me tiró un contrato...

—Léelo si quieres —dijo, sentado al otro lado—. Aunque no cambiará nada.

Me senté. El sillón era demasiado blando, demasiado cómodo para alguien que estaba por venderse.

Tomé la pluma, mis dedos temblaban tanto que apenas podía sostenerla.

El papel se manchó con una lágrima que no me di cuenta que había caído.

Duración: cuatro años.

Discreción total.

Disponibilidad absoluta.

Propiedad de Credence V. Foster durante el tiempo estipulado.

Mi alma gritaba. Pero mi corazón pensaba en él. En Lincoln.

Firmé.

Mi nombre se arrastró por el papel como si estuviera escribiendo mi propia sentencia de muerte .

Luego me miró. No dijo nada durante unos segundos.

Después, con su voz grave y sin emoción, soltó:

—Desnúdate.

Sentí que el aire se me atascaba en la garganta. Bajé la mirada. No me moví.

Él dio dos pasos hacia mí, y mis piernas temblaron.

—No estoy lista para esto —dije al fin, con un hilo de voz.

No me respondió con ternura ni paciencia.

Solo me recordó, seco, sin rodeos:

—Firmaste un contrato.

Asentí despacio. Mi cuerpo obedecía, pero mi alma estaba lejos. Lejos de esta vida. Lejos de esta noche.

El me arranco la ropa y me arrojo sobre la cama como si solo fuera una muñeca de trapo . se subió encima mío .

No hubo caricias. No hubo palabras dulces. Solo un acto frío, mecánico, como si yo no fuera más que un objeto en su cama.

Me dolió.

Me dolió física y emocionalmente.

Sus manos firmes, su cuerpo fuerte, dominando el mío con total seguridad.

Yo solo cerraba los ojos, apretaba los labios, esperando que acabara.

Cada embestida era como un golpe al alma.

Cada gemido ahogado en mi garganta era una parte de mí que moría.

Me mordí los labios para no llorar. Pero no pude evitarlo. Las lágrimas cayeron silenciosas por mis mejillas. Y en medio de todo, en medio del dolor… lo vi a él.

Lincoln.

Recordé su voz.

Su risa.

Sus promesas.

Y mientras Credence seguía, yo sentía que me rompía. Como si todo lo que fui se estuviera cayendo en pedazos.

Cuando Credence terminó, se levantó sin mirarme y se dirigió al baño, dejándome sola, envuelta en las sábanas y hecha pedazos. Permanecí inmóvil por unos segundos, sintiendo cómo el vacío se apoderaba de mí.

Con dificultad, me incorporé. Cada movimiento dolía. Reuní la poca dignidad que me quedaba y me vestí lentamente, sintiéndome sucia, usada… con ganas de romper en llanto. Pero no lo hice. Me tragué las lágrimas.

Ya estaba hecho. No había vuelta atrás.

Poco después, Credence salió del baño, enfundado en una bata blanca. Tomó el teléfono, marcó un número …

La puerta se abrió.

Y un hombre alto entró cargando un maletín negro. Lo colocó frente a mí sin decir palabra, como si fuera una simple entrega.

Credence se levantó, lo abrió.

Billetes.

Montones de billetes perfectamente ordenados.

Un millón de dólares.

Me tapé la boca con ambas manos.

Era real.

El dinero por el que acababa de venderme… era real.

—Ya es tuyo —dijo él con frialdad .

Cerré los ojos.

No sabía si llorar de alivio… o de horror.

Había salvado la vida de mi único amor…

Y había perdido la mía.

Sus ojos me estudiaron una vez más, como si intentaran memorizar cada rincón de mi alma rota.

—Cuando te necesite… te llamaré.

Su voz fue firme.

Fría.

Final.

—No lo olvides, Danika —añadió mientras cerraba el contrato y lo guardaba en un cajón—. Yo pagué por ti.

Asentí sin mirarlo, con el maletín en mis brazos como si fuera una carga más que un regalo.

No era ambición lo que me había llevado ahí.

Era amor.

Miedo.

Y desesperación.

Él hizo un gesto al chofer.

—Llévala.

Y sin una última palabra, me dio la espalda.

POV : Credence Foster

Me quedé de pie en la penumbra, mirando cómo la puerta se cerraba tras ella.

No parpadeé. No respiré. No debía. Mostrar emoción era un lujo que no podía permitirme.

Eusebio apareció en silencio, como siempre.

—¿Todo en orden, señor?

Asentí apenas.

Todo en orden… excepto por esa punzada absurda que sentí cuando vi su lágrima manchar el contrato.

Recuerdo como el olor a lluvia barata y jabón de orfanato que emanaba de ella me golpeó como un puño en el estómago. Saint Mary’s… reconocí instantáneamente el aroma de mi propia infancia robada. Mientras el auto avanzaba, mis dedos alguna vez dibujaron cicatrices invisibles sobre los cristales empañados: las mismas que dejaron las cadenas en la bodega donde el viejo Foster "educaba" a sus herederos.

“Los débiles mueren. Los desobedientes desaparecen”, repetía mi abuelo mientras el látigo silbaba.

Ahora yo usaba cadenas de papel —contratos, amenazas— pero el juego era el mismo.

Recuerdo ese maldito día en el que la conocí.

Había fallado en un negocio importante, y el castigo no tardó. Aladar Foster, el gran patriarca, el monstruo que me crió, ordenó a sus guardaespaldas que me golpearan hasta hacerme sangrar. No fue la primera vez… ni la peor. Pero sí la más humillante. Me dejaron tirado como un perro, sin dignidad, sin aire. Todo por no alcanzar sus estándares de perfección inhumana.

Mis padres murieron cuando tenía cinco años. Desde entonces, solo conocí la mano de hierro de ese anciano cruel… y de esa estúpida anciana en silla de ruedas que todos llaman mi abuela. Me forjaron a golpes, a gritos, a base de sangre. Me hicieron el monstruo que soy.

Y cuando empecé a mostrar humanidad… también me la arrancaron.

En la universidad tenía un amigo. Roy. El único que me hacía sentir algo parecido a la felicidad. Reíamos juntos. Él era mi única luz.

Hasta que Aladar me llevó, una tarde siniestra, a un almacén olvidado… y me obligó a ver cómo lo mataban.

—¿Ves eso, Credence? —me dijo, mientras el disparo retumbaba en mis huesos—. Ese es el costo de tu imprudencia. Voy a destruir todo lo que ames… porque el amor te hace débil. No lo olvides nunca.

Y no lo olvidé.

Ese día, algo dentro de mí se rompió para siempre.

Recuerdo cómo deambulé por las calles, ensangrentado, vacío, sin fe en nada. Me sentía muerto por dentro… hasta que la vi.

Una chica. Pequeña. Frágil. De ojos claros y mirada limpia. Me ofreció su botella de agua sin conocerme, sin pedir nada. Y por un instante, solo uno… algo en mí se estremeció.

¿Por qué ella?

La pregunta ardía, peligrosa.

Porque en sus ojos vi lo que jamás encontré en mi prometida Helena Rothschild: el mismo miedo a morir abandonado que yo llevaba tatuado en los huesos.

Desde entonces, nació la idea. Torcida. Enfermiza. Posesiva.

Hacerla mía. A cualquier precio.

Cuando la vi nuevamente, llorando frente a mi restaurante, sucia, empapada, derrotada… supe que el destino me la estaba entregando.

Y esta vez, no iba a desperdiciar la oportunidad.

No era la primera mujer que compraba.

Pero ninguna me había mirado como ella. Ninguna tenía esa pureza que me enfermaba, esa mezcla insoportable de dignidad rota y miedo agudo.

Ella firmó el contrato con lágrimas.

Y yo me la cobré como el animal que soy.

Pero no fue suficiente.

Nunca lo será.

Tenía intenciones más retorcidas con ella.

Me divertiría con ella. Eso era lo que planeaba desde el principio. Usarla, moldearla, exprimir cada reacción, cada temblor, cada súplica. Convertir su inocencia en algo que solo me perteneciera a mí.

Con las demás me aburría rápido. Me cansaba del juego en semanas. A veces, en días. Porque nada perdura cuando no hay emoción.

Pero Danika… era diferente.

Ella tenía algo que me irritaba y me fascinaba a la vez. No solo su pureza enfermiza. Era esa mezcla de fragilidad y coraje, de dignidad y miedo, lo que hacía que no pudiera quitarle los ojos de encima.

Era como una flor creciendo en medio del lodo: destinada a marchitarse… pero aún desafiando al mundo.

Por eso sabía que con ella me tomaría más tiempo.

Iba a jugar con sus emociones hasta que no quedara nada.

Hasta que suplicara por desaparecer.

Y aun así… no la soltaría.

No porque la amara.

Yo no amo.

Porque me pertenecía. Porque la había comprado. Porque verla romperse lentamente era una forma de castigo… y de placer.

Cuando me aburriera —y sabía que tarde o temprano sucedería— la dejaría.

Como hacía con todas.

Solo que con Danika… el proceso sería más largo.

Más lento.

Más cruel.

Y si algún día se atrevía a olvidarlo…

yo tenía formas de recordarle a quién le pertenecia .

(....)

POV : Danika

Estando en el interior del auto este avanzaba en silencio.

Yo iba en el asiento trasero, con el maletín apretado contra el pecho como si ese objeto pudiera protegerme de todo lo que acababa de hacer.

Mi reflejo en la ventana era el de otra persona.

Una que no reconocía.

Una que acababa de venderse por un millón de dólares.

Cuando llegamos al hospital, bajé sin esperar ayuda. Caminé con pasos apurados, los ojos llenos de urgencia.

Las puertas automáticas se abrieron y me tragué el miedo.

—Necesito hablar con el doctor —dije, sin aliento. Mostré el maletín como si fuera una prueba de fe.

Un enfermero corrió a llamar al equipo.

Unos minutos después, el doctor apareció, aún con bata. Me miró sorprendido, desconcertado.

Abrí el maletín.

—Aquí está… todo.

Mi voz tembló.

—Por favor… sálvenlo.

Sus ojos se agrandaron. Miró el dinero, luego a mí.

Asintió.

—Vamos a prepararlo para cirugía de inmediato.

Y se fue.

Me senté en una de esas sillas frías y duras, sola, con los brazos cruzados sobre el abdomen, como si abrazarme pudiera calmar algo.

Sentí una punzada aguda en el pecho.

Miedo.

Ese miedo que no se va aunque lo enfrentes mil veces.

La incertidumbre.

La culpa.

La voz en mi cabeza que gritaba: ¿Qué has hecho?

Pero también estaba el otro sentimiento.

El que me envolvía el corazón como un suspiro largo.

Alivio.

Aunque me culpara una y otra vez sabía que había hecho lo correcto.

(......)

Las horas pasaban como si alguien las estirara a propósito, como si el universo quisiera hacerme sufrir un poco más.

Estaba sentada en esa sala blanca, sin moverme. No comí. No dormí. No hablé. Solo me quedé ahí, mirando la puerta del quirófano, deseando que se abriera y me devolviera un poco de esperanza.

Y entonces…

Se abrió.

El doctor salió con la bata arrugada y el rostro cansado, pero sus ojos… sus ojos me lo dijeron todo antes de que hablara.

—Señorita —dijo con suavidad—, la operación fue un éxito. Su novio se recuperará prontamente.

Me quedé congelada. No pude hablar. Solo una lágrima se escapó de mis ojos, tan silenciosa como el miedo que había vivido desde que todo esto comenzó.

Lincoln iba a vivir.

Lo había salvado.

—¿Puedo verlo? —pregunté .

El doctor asintió con la cabeza, y una enfermera me indicó que pasara a la sala. Allí estaba Lincoln.

Dormía. Su respiración era suave, pero constante. Estaba vivo.

Sonreí, pero por dentro me rompía. Me senté a su lado, tomé su mano vendada y la apreté con cuidado.

—Lo hice por ti, Lincoln —susurré con la voz temblorosa—. Por ti… pero ahora… pertenezco a otro.

El nudo en mi garganta no se disolvía. Quería gritar, pero no podía. Era como traicionar todo lo que sentía por él. Había dado todo para salvarlo… incluso a mí misma.

Me quedé así un buen rato. Hablándole en silencio. Acariciando sus dedos. Viendo cómo su pecho subía y bajaba. Eso bastaba por ahora. Estaba aquí. A salvo.

Hasta que la puerta se abrió.

Me giré y vi entrar a una mujer elegante, de rostro impecable y mirada afilada.. A su lado, un hombre de traje oscuro, postura firme y presencia imponente.

—¿Usted es la que estuvo con Lincoln? —preguntó la mujer, sin una pizca de calidez—. Nosotros somos sus padres.

Mis labios se separaron, pero ninguna palabra salió.

¿Padres? ¿Lincoln tenía padres? ¿Padres ricos? ¿Dónde habían estado todo este tiempo? ¿Por qué nunca me lo dijo?

Me quedé helada. El corazón golpeando con fuerza en mi pecho……Pero no era solo sorpresa; era un terremoto que derrumbaba los cimientos de mi mundo.

Miro sus trajes caros, las perlas, la seguridad en sus posturas. Recuerdo el contrato firmado con manos temblorosas, la frialdad de Credence, la sensación de su cuerpo sobre el mío en la oscuridad, el dolor físico y moral.

Recordé el maletín lleno de dinero manchado con mi vergüenza.

Todo eso... lo hice por él. Por salvar la vida del Lincoln que creía conocer . ¿Y ahora? Ahora tiene padres, riqueza, un futuro brillante... mientras yo... yo solo tengo un contrato que me convierte en propiedad de otro hombre y un alma hecha jirones.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

De repente, el millón de dólares que costó su vida, y el precio infinitamente mayor que pagué con mi cuerpo y mi libertad, parecían una broma cruel…..

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP