La cabina de entrenadores era una isla de cristal suspendida sobre el ruido.
Desde allí, Phillip podía ver la totalidad del campo como si fuera un tablero de ajedrez vivo. Cada movimiento tenía un eco. Cada error, una sombra. Y en el centro de ese tablero estaba Thomas Sclavi, su pilar estrella, su foward líder... su decepción más reciente.
—¿Lo ven? —murmuró Phillip, con el auricular calzado contra la oreja, mientras ajustaba el ángulo de su vista hacia la línea de tres cuartos—. Está lento. Otra vez. Tarda medio segundo más en soltar la pelota y ya lo comen los centros. No piensa, reacciona tarde. Juega con miedo.
A su lado, Taylor asintió con un resoplido. Roger, más callado, se limitaba a garabatear sobre su libreta de forwards.
—Esto no es nuevo —siguió Phillip—. Hace partidos que está así. ¿Qué le pasa? Antes era fuego. Antes jugaba con las tripas. Y ahora…
—Ahora parece un fantasma —completó Taylor, con una voz cargada de desilusión.
El silencio que siguió pesó más que cualquie