Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire entre nosotros pareció congelarse. Su sonrisa, esa que era ligeramente diabólica, buscaba provocarme. No había ni un pequeño ápice de emoción; era un cascaron vacío que solo me observaba como un mero objeto. Mi cuerpo, aún paralizado, no sabía cómo reaccionar. Para mí, estaba viviendo una verdadera ilusión
¿cuál era la probabilidad de que el padre de Edward fuera el dueño del hotel donde trabajaba?
No, esto debía ser un sueño. Esos que solo están para torturarte. Su sonrisa se ensanchó de una manera magistral, como si pudiera leer mi rostro. Con una voz áspera, cruel, pero sobre todo atrayente, agregó:
—Ves que no pudiste escapar por siempre —ladeó la cabeza con lentitud—. Te encontraría aunque tuviera que ir al infierno. —Llevó su brazo al apoyo de la silla y recostó el rostro sobre su mano.
—¿Qué quieres? ¿Porque si vienes a quitarme tiempo de trabajo, o acaso estás tan aburrido que no sabes qué hacer? —disparé en un tono ácido.
Buscaba provocarlo, pero lo que recibí fue una simple sonrisa irónica. Parecía que mi rostro lo entretenía. Yo, sin quererlo, me había vuelto el juguete de alguien. Sus ojos coloridos sostenían un aire penetrante, suficiente para mantenerme petrificada. A pesar de tener el rostro de un dios, su aura imponente hacía que todo mi alrededor pareciera rodeado por serpientes: la sensación de que estaban a punto de morderme y acabar con lo poco que tenía era inevitable. Dirigió la cabeza hacia un documento que había en la mesa redonda y, con voz gruesa, dijo:
—Ábrelo.
Mi cuerpo me pedía irme, alejarme, no mirar aquella carpeta, pero mi curiosidad pudo más. Cada paso que daba hacia esa carpeta roja gritaba peligro; la abrí con una lentitud casi teatral. Comencé a leerla, notando que era un contrato de confidencialidad donde se me ofrecían cinco millones de dólares y una propiedad a mi elección, con la condición de desistir en la adopción de Edward.
Tragué en seco. ¿Acaso… la vida de un simple niño valía eso? ¿Se podía poner precio a una vida?
La cantidad era exagerada. Sin poder evitarlo, sentí como si me hubieran pegado en el estómago y me arrancaran todo el aire que respiraba. A pesar de que quería gritarle que no, maldecirlo, mi cabeza comenzó a calcular todo lo que debía. La pequeña casa que teníamos mi madre y yo tenía una hipoteca de ochocientos mil dólares. Los tratamientos de mi madre habían aumentado a unos setecientos mil y ni siquiera habían terminado.
Actualmente estaba tan ahogada en deudas que no sabía cómo seguía sobreviviendo. Miedo: eso me invadió. Dudé por unos momentos por el mero hecho de que mi cabeza pensó: ¿No estaría mejor con una familia rica? Sí, no tendría problemas, sería feliz… pero entonces hice lo que menos esperé.
Tomé los papeles de la mesa —alrededor de diez hojas— y los estrujé con ligereza. Miré de manera desafiante a Dante, quien muy seguramente esperaba que me arrastrara hacia él, y con voz firme dije:
—No te daré a mi hijo. ¡Sobre mi cadáver!
Con rabia tiré todos los papeles hacia arriba, provocando una lluvia que danzó de manera teatral, desafiándolo. Sí, estaba loca; esta pelea parecería una contienda de Goliat contra David, pero no me importaba. No solo protegería a Edward porque se lo había prometido a mi hermana: lo cuidaba porque ya lo consideraba mi hijo. Estaba dispuesta a cuidarlo, protegerlo y pelear contra quien fuese por él.
Nuestros ojos se encontraron entre la lluvia de papeles, y en ellos vi un brillo de algo: fascinación, molestia, rabia y, sobre todo, sorpresa. La sonrisa que había tenido desde que llegué desapareció completamente. Su rostro de mármol se volvió serio y pude ver un ápice de molestia.
—¿Qué estás haciendo? ¿No piensas regresarme a mi hijo? —masticó cada palabra con rabia.
—¿Regresarte a tu hijo? —grité con fuerza—. ¡Tú ni siquiera estuviste cuando te necesitaba, y ahora vienes exigiendo como si él fuera un simple pedazo de papel! —enfurecida, dejé que todo mi cuerpo se liberara.
Todo lo que quise gritar sobre las injusticias que había sufrido se soltó. Odio: sí, en ese momento no solo me odiaba por no ser suficiente económicamente, sino por tener que agachar la cabeza para mantener a mi hijo; pero no lo permitiría más. Tenía solo algo en mi corazón: luchar por él contra quien fuera. Dante me observó con detenimiento cuando el último papel cayó al suelo y dijo, con voz fría:
—No sabes a quién te enfrentas —su tono era una advertencia—. Me encargaré de hacer tu vida un infierno.
—¿Lo harás? —pregunté con un aire lleno de burla—. Déjame decirte que yo he caminado por los caminos del infierno una y otra vez; no me molestaría continuar haciéndolo —elevé mi sonrisa de desdén al máximo—. Y déjame aclararte que… ya tengo mis zapatos para bailar en el infierno; acostúmbrate.
Mis palabras estaban llenas de veneno, lo cual provocó que su perfecto rostro de mármol mostrara una grieta. Se notaba que él era de esos hombres con los que, con solo chasquear los dedos, todos se arrodillaban. No conmigo. En ese momento sentí todo mi cuerpo entumecido, no por el miedo, sino por la incertidumbre de lo que estaba provocando.
Era solo el comienzo de mis tormentas al liberar la caja de Pandora. Su mirada, fiera, buscaba someterme, pero no lo permitiría. Comenzó a mover su silla de ruedas hacia mí, con sus ojos centelleando como brasas encendidas.
—¿De verdad crees que vas a ganar esto? ¿En serio? —comenzó a reírse con furia contenida—. Yo puedo acabar con todo lo que tienes.
—Inténtalo —me acerqué, inclinándome hasta quedar a su altura.
Nuestra cercanía chispeaba con descargas que hacían vibrar nuestros cuerpos; lo que se podía imaginar era rabia. Un magnetismo incongruente con todo lo que en ese momento sentía. Nuestras energías parecían listas para explotar; daba la impresión de haber sido tragada por un tornado que movía mi cuerpo de maneras que no sabía cómo manejar.
Su olor masculino, junto a su perfume amaderado, entró por mis fosas nasales provocándome un jadeo interior. La rabia de mi cuerpo salía por mis poros. Ese hombre me provocaba una molestia incomprensible. No me había dado cuenta de lo cerca que estábamos hasta que su respiración chocó con mis labios; entonces desperté del trance de su mirada.
—Louisa —arrastró mi nombre con un acento italiano que produjo un efecto extraño en mí, desencadenando emociones que no conocía—. ¿En serio quieres jugar contra mí? Porque te prometo que cuando yo quiero algo, nada ni nadie podrá apartarlo.
—¿Juego? —ladeé la cabeza—. Nada de esto es un juego, cara mia (querida): ya has llamado mi atención. Te quitaré a mi hijo aunque eso signifique que te vas a arrodillar ante mí.
Su dedo, firme, acarició mi barbilla lentamente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo; había ignorado la cercanía entre nosotros. El fuego que nuestros cuerpos desprendían era incomprensible. Ambos lanzábamos chispas, pero no solo eso: parecía que encendíamos todo el lugar. Él se transformó en la chispa y yo en la gasolina que podría acabar con todo.
Mi cuerpo por fin reaccionó y me alejé como si huyera de un demonio. Él sonrió de manera triunfal mientras yo lo observaba asqueada. No podía comprender qué veía mi hermana en ese idiota; sí, era atractivo, pero su personalidad de m****a solo me daba asco. Sin decir nada, me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta cuando escuché un grito detrás de mí:
—¡No salgas por esa puerta! —rugió con fervor—. Porque te juro que si sales por esa puerta, yo mismo me encargaré de hacer tu vida miserable.
Con lentitud me giré, mirándolo por el rabillo del ojo y manteniendo una postura rígida.
—¿Miserable? —dejé escapar una risa burlona—. Inténtalo. Te prometo que no podrás hacer nada que me doblegue.
Abrí la puerta y, tras salir, la cerré con fuerza. El sonido provocó un estruendoso eco y pude ver ojos vigilándome con cautela. Era la sensación de haber salido de un lugar donde muchos esperaban que muriese. Respiré profundamente; no me interesaba nada más que hacer, y solo me dirigí hacia el ascensor, presionando el botón para bajar. Entré en el elevador justo al tiempo que la puerta del despacho donde me encontré a Dante se abría. Nuestros ojos se encontraron.
Exhalé lentamente, como si él me robara el aire. No tuvo que decir nada, y sin quererlo supe que estaría acabada si me dejaba doblegar por él. Pareció todo ir a cámara lenta, no dejo de observarme y nuestras miradas solo se cortaron cuando la puerta del elevador se cerró. Por fin, podia respirar. Con dificultad llevaba mi mano derecha a mi corazón el cual palpitaba de manera estrepitosa y en ese momento supe: Pelear contra dante no solo significaba defender a Edward también seria hacerlo a mi corazón.
Bajaba hasta el piso donde trabajaba. Todo parecía volver a su curso normal, como si la vista de Dante fuese un simple espejismo. Le recordé a todo mi cuerpo que ese hombre habia hecho sufrir a mi hermana y que para siempre debería ser mi enemigo. Mientras estaba buscando donde me tocaría trabajar, paso lo que nunca imagine, una llamada que supe tornaría un infierno.







