POV Luz Meyer
—¡Tráeme una cerveza! —vocifera desde el sillón. Mis pies se mueven solos, como si fueran marionetas al servicio de su voz. Camino hacia el refrigerador con los dedos cruzados y una súplica muda a Dios: que esté fría, por favor… que esté fría. La nevera lleva días fallando. Si la cerveza está tibia, será mi culpa, como siempre. Si se acabó el papel higiénico, la culpa es mía. Si olvidó llamar a un socio, es culpa mía. Si se atrasó con el pago de la luz, claro, también es culpa mía. Podría escribir una enciclopedia entera con todo lo que supuestamente hago mal. Abro la puerta temblando, el sudor me resbala por la frente, aunque el aire acondicionado funciona. Es el miedo, no el calor. Al segundo suspiro aliviada. Gracias Dios. La cerveza está helada. Hoy, al menos por ahora, estás de mi lado. Ojalá sigas ahí esta noche, y Rick no termine borracho. Porque cuando lo hace… no me queda rincón donde esconderme. Camino con pasos medidos hacia el sillón, la lata entre mis dedos temblorosos. Tómala, tómala ya... por favor. A veces me deja con la mano estirada durante minutos, humillándome, como si formara parte de un juego sádico que solo él entiende. Gira su rostro y me lanza una mirada cargada de asco. En otra vida, ese desprecio me habría roto. Hoy solo rezo para que vuelva la vista al televisor y olvide que existo. No soy más que un fantasma atrapado en esta casa. Un alma errante, sin amor, sin color, sin vida. Incluso respirar se ha vuelto una tarea monótona, un acto reflejo que no me da sentido. Esto no es vivir, esto es arrastrarse por los bordes del infierno. —¡Esta sopa está helada! ¡Calienta esta porquería! —brama, y la vena de su frente se hincha como un presagio. Sé lo que viene si no se alimenta rápido. La Tercera Guerra Mundial puede estallar por un plato tibio. Quiero negarme, quiero gritarle que se ahogue con ella, quiero estrellarle el plato en la cara. Pero no lo hago, porque si lo hago, su mano callará mis palabras de un golpe. Así que asiento en silencio, recojo el plato y regreso a la cocina. Vierto la sopa de nuevo en la olla. Fuego medio, nada más, nada menos. Mientras espero, me acerco con sigilo al umbral del salón. El sonido de su risa me sobresalta. Esa risa aguda, cruel. —Eso le pasa por imbécil. Ni todo su maldito dinero lo salvó —escupe, con el televisor iluminándole el rostro. Frunzo el ceño. ¿De qué habla? Entorno los ojos y leo el titular en la pantalla: “El heredero del imperio Anderson pierde la vista tras una brutal golpiza.” Mi corazón se detiene por un segundo. —Dios mío… —susurro, sintiendo cómo las lágrimas asoman sin permiso. Una tristeza viscosa me sube por la garganta. Me oprime el pecho, casi no puedo respirar. No… no debí mirar. No debí leer, no debí. Siempre me afecta, siempre. Aunque no conozca a la persona. Aunque no sepa su historia. Me duele, me duele en lo más profundo. Asesinatos, violaciones, golpizas… El mundo se ha vuelto un lugar oscuro. ¿Dónde quedó la compasión? ¿Dónde quedó la seguridad? Pobre hombre… no puedo imaginar lo que debe estar sintiendo. La impotencia, la desesperación, el miedo. Lo lamento por él. Por su madre, por su esposa… Tiene que tener esposa, ¿verdad? Viendo esa imagen, ¿cómo no habría alguien que lo ame? Espero que ella sea su fuerza ahora. Que no lo abandone. El amor verdadero no se va cuando se apagan los ojos. El amor verdadero ama con cicatrices, ama con pérdidas, ama incluso cuando todo lo demás se desvanece. —Seguro su novia ya lo dejó. ¿Quién querría a un ciego como marido? —se burla Rick. Quisiera escupirle en la cara. Estúpido. Ignorante. Si yo estuviera con él, lo amaría con cada rincón de mi alma. Sería su luz en medio de la oscuridad. Sería su voz, sus pasos, su calma… si tan solo alguien pudiera amarme así también… Pero eso solo pasa en los cuentos, en las novelas online, no en mi realidad. Yo estoy aquí, atrapada en este agujero, con un monstruo. ¡La sopa! ¡Está hirviendo! Corro a la olla. El vapor me ciega, las lágrimas y el miedo se mezclan. Sirvo rápido el caldo en un plato, abro el grifo, echo agua helada para que se entibie. No puede estar caliente, ni fría. Vuelvo a sazonar. Mis manos tiemblan tanto que apenas puedo tomar la sal. Tiemblo, pero lo logro. Espolvoreo la sal con cuidado. —¡¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?! ¡VOY PARA ALLÁ! El grito me atraviesa como un puñal. La cuchara se me cae dentro del plato. Me tapo la boca para no chillar del susto. —¡Ya… ya voy! —grito desesperada, rogando que no se levante. Saco la cuchara, raspo la sal que aún no se ha disuelto. Si tengo suerte, no notará nada. Tomo el plato entre mis manos. Inhalo, y exhalo. Camino de vuelta. Dejo el plato sobre la pequeña mesa que apoya en sus piernas. —Ten… Lo observo mientras lleva la cuchara a los labios. Mis piernas casi ceden. Entonces escupe. El líquido le chorrea por el mentón. —¡Eres una inútil! ¡Ni en la cama sirves, pedazo de basura! —rugió, con esa expresión demoníaca que tantas veces me ha perseguido en pesadillas. Todo mi cuerpo se prepara para el golpe. Ya lo conozco. Se pone de pie con furia desatada, lanza la mesa a un lado. No tiene manos, tiene armas. Me golpea. Caigo al suelo, me hago bolita. Protejo mi cabeza. Sus patadas caen como relámpagos sobre mí. Una tras otrax sin pausa, sin piedad. El dolor es un sentimiento conocido, uno que me acompaña cada día. Uno que me apaga por dentro, y con el que me he olvidado hasta de sonreír. No lloro, no grito. Aprendí que el silencio me protege. Aprendí que su odio se alimenta de mi voz. Solo me queda una pregunta, que cada vez suena más fuerte en mi mente: ¿Hasta cuándo voy a sobrevivir así?