Mientras tanto, Diego, Aitana y el tercer guardián caminaban por los pasillos oscuros y oxidados de una estación abandonada. El aire estaba enrarecido, denso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en aquel lugar. No parecía haber signos de vida reciente, solo el eco de pasos, el crujir del metal, y la presencia invisible pero palpable de algo antiguo.
—¿Creés que encontraremos algo útil aquí? —preguntó Aitana, con la linterna temblando en su mano.
—No lo sé —respondió Diego—. Pero tengo que intentarlo. Las niñas necesitan comida, y todos en el refugio están empezando a flaquear.
El tercer guardián, un hombre silencioso de mirada intensa, caminaba detrás de ellos, atento a cada sombra. Había estado en silencio la mayor parte del camino, como si las palabras le pesaran. Pero su presencia era firme, inquebrantable.
Exploraron los depósitos cercanos, abrieron puertas herrumbrosas y esquivaron restos del pasado: mochilas vacías, lámparas sin batería, y en algunas zonas, manchas que m