William no se movía. Ni un músculo. Las palabras de Amelia parecían haberse clavado en su pecho con la precisión de una daga. Marcus lo miraba de reojo, cruzado de brazos, atento a cualquier signo de arrebato. Amelia, con el cabello enmarañado por el disfraz, el rostro aún tenso por la humillación, sostenía la mirada del conde con la fuerza de quien ya no tiene nada que perder. No sabía en qué momento había dejado de temblar, quizá justo después de haberle dicho todo, de haber escupido la verdad sin adornos, sin dramatismos. Edward había estado detrás de todo. De su separación, del dolor de William, de su propia caída. Y ahora iba por Isabel. “No tuve a nadie que me advirtiera”, había dicho ella con voz firme. “Pero Isabel sí. Y no voy a quedarme callada esta vez.” William caminó hacia la ventana sin mirarla. La luz pálida de la madrugada se colaba entre las tablas sucias de la taberna, y su rostro quedaba cubierto por sombras que no dejaban ver si estaba furioso o simplemente roto. Ma
Lilly Saucedo
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