El silencio era un monstruo espeso entre ellos.
—Entonces mátame —sentenció Hermes con la voz profunda, la mirada clavada en la suya, sin un solo parpadeo—. Vamos, hazlo. Si es la única forma de sacarme de aquí, dispara. Pero no voy a irme. Ya no.
Avanzó un paso más. Sus ojos ardían con una mezcla de rabia, dolor contenido y... ¿Ternura?
—He estado enloqueciendo durante años, Darina. Jugando este juego ridículo de gato y ratón contigo. Pero ya se acabó. Estoy aquí, con mis hijos. No me iré. Si tengo que quedarme a vivir en este lugar para cuidarlos, lo haré. Es más, puedes ir a trabajar, si quieres. Mientras tanto, papá se queda en casa cuidando a sus pequeños.
Darina abrió los ojos como platos. ¿Lo decía en serio? ¿Estaba loco?
—¿Qué…?
Él sonrió, casi con burla, pero había algo triste en esa sonrisa, algo roto.
—No me los vas a quitar otra vez. No me vas a robar a mis hijos, Darina. Nunca más.
Una lágrima traicionera rodó por el rostro de Darina. No pudo evitarlo. La presión en su pec