La oficina está sumergida en un silencio espeso, solo roto por el tecleo constante de mis dedos y el tic-tac del reloj de pared. Las luces fluorescentes parpadean como estrellas moribundas, iluminando los papeles esparcidos sobre mi escritorio.
El proyecto Torre Magna debería estar terminado, pero los números bailan frente a mis ojos, mezclándose con imágenes recurrentes: los dedos de Jesús en mis labios, la desesperación en la voz de Marcus, la sangre en el bar durante la fiesta.
La taza de café frío a mi lado es mi único aliado. Bebo un sorbo, haciendo una mueca al notar que ya perdió su calor hace horas. Mis párpados pesan como plomos, cada parpadeo se hace más lento.
No sé en qué momento me quedo dormida.
El sonido un golpe me despuerta. El líquido que estaba en mi tasz oscuro se expande como una mancha de tinta sobre mis horas de trabajo, devorando cifras, gráficos, mi esfuerzo de toda la noche.
—Mierda—murmuro, mirando el desastre con ojos nublados por el sueño.
Pero