El cielo se oscurece cuando Claudia Mendoza entra en la oficina.
La veo desde mi escritorio, su figura elegante moviéndose con la seguridad de quien pertenece aquí, de quien le pertenece a él de una manera que yo nunca podré. Cada paso que da es una afirmación silenciosa de su lugar en la vida de Jesús, en su mundo. Lleva ese anillo como si fuera parte de su piel, como si nunca hubiera dudado, nunca hubiera tenido que luchar por su atención.
Jesús sale de su oficina al escuchar su nombre, y algo se rompe dentro de mí cuando le toma la mano con naturalidad, como si fuera lo más sencillo del mundo. Sus dedos se entrelazan con los de ella sin vacilar, sin esa tensión que siempre parece existir entre nosotros. La besa en la mejilla, un gesto rápido, pero suficiente para recordarme que, por más que mi corazón se empeñe en negarlo, ella es su realidad.
Yo solo soy… un boceto.
Se van juntos, bajo un cielo amenazante, y me quedo ahí, clavada en mi silla, sintiendo cómo el veneno de lo