Capítulo 2
—Elena.

La voz de Victoria era como el hielo, cada sílaba impregnada con la autoridad de su rango.

La madre de Adrián, antigua Luna de la Manada Monteverde, se encontraba detrás de mí con una elegancia cruel.

Caminó hacia la medalla rota, su mirada cargada de desprecio.

—No debiste traer a este mestizo a profanar nuestra ceremonia sagrada.

Con una patada despectiva, envió los restos de la medalla hacia un basurero en la esquina del jardín.

—Aquí no damos la bienvenida a cosas de sangre inferior.

—¡No! —El grito de Gael desgarró el aire.

Tropezó hacia el basurero, sus pequeñas manos hurgando desesperadamente entre la mugre.

—Esa medalla es mía… Entrené durante tres meses para conseguirla…

Su voz se quebraba por el llanto, las lágrimas resbalando por su rostro.

Vi cómo el vendaje en su brazo comenzaba a teñirse de sangre fresca.

Por esa medalla, había entrenado hasta altas horas de la noche, negándose a parar incluso cuando estaba herido.

Después de cada sesión me preguntaba:

—¿Mami, papá estará orgulloso de mí?

Y yo siempre le decía:

—Claro que sí, cariño. Papá verá lo increíble que eres.

—¡Es tu nieto! —Le grité a Victoria, la voz rota.

—No tengo un nieto tan vergonzoso. —Espetó ella. —¿Un mestizo, digno del nombre Monteverde? No me hagas reír.

—Por favor… —Suplicó Gael, sacando los fragmentos de la medalla del basurero. —Es lo más valioso que tengo… No la tiren, por favor…

Ver a mi hijo de ocho años arrodillado junto a la basura me desgarró el corazón.

La sangre Real Alfa que había reprimido durante tantos años comenzó a hervir dentro de mí.

Una aura poderosa de Alfa se escapó de mi cuerpo, salvaje e incontrolable.

—Gael, no llores. Ven con mamá.

Intenté acercarme a él, pero Victoria se interpuso en mi camino.

—Controla a tu cachorro, Elena.

—Pobrecito. —Canturreó Sofía, acercándose a mí. —Todavía vive soñando despierta.

De repente me empujó con fuerza.

Tropecé hacia atrás, golpeando con la espalda el borde afilado de los escalones de piedra.

Un dolor punzante me atravesó la columna.

—¡Mami! —Al verme herida, Gael soltó los restos de su medalla y corrió hacia mí sin pensarlo dos veces. —¡Mami, estás bien?

Ya estaba débil desde que Adrián lo había arrojado contra la columna.

Ahora corría tan rápido que su pequeño rostro estaba enrojecido.

—Estoy bien, bebé… estoy bien… —Extendí los brazos hacia él.

Pero el pie de Gael resbaló.

El tiempo pareció detenerse.

Vi su pequeño cuerpo cayendo hacia los escalones de piedra, vi el terror en sus ojos, y escuché mi propio grito desgarrador.

—¡NO…!

Un crujido espantoso resonó cuando su cabeza golpeó contra la esquina filosa de un escalón.

La sangre brotó de inmediato, tiñendo de rojo la piedra blanca.

—¡Gael! —Me arrastré hacia él y lo tomé en mis brazos.

Mis manos se cubrieron al instante con su sangre caliente.

—Todo está bien, bebé, mamá está aquí… —Pero había demasiada sangre.

Su pequeño rostro se volvía tan pálido como el papel.

—¡Adrián! ¡Llama al médico de la manada! —Grité, ahogada en lágrimas.

Adrián simplemente observaba todo con una expresión distante.

—Deja el teatro, Elena.

¿Teatro?

No podía creer lo que escuchaba.

—¡Tu hijo se está desangrando! —Chillé, fuera de mí.

—Es un hombre lobo. Tiene habilidades regenerativas. No va a morir. —La voz de Adrián era escalofriantemente fría. —¿De verdad crees que un espectáculo como este te ganará simpatía?

¿Habilidades regenerativas?

Gael nunca se había transformado, jamás había despertado a su lobo.

¡No tenía habilidades regenerativas fuertes!

No tenía tiempo para explicaciones.

Intenté levantar a Gael y correr, pero dos guerreros de la manada se interpusieron.

—¡Quítense del camino! ¡Necesita un médico!

—Señora, por favor cálmese. —Dijo uno de ellos, con rostro impasible—. No interrumpa la ceremonia.

Miré hacia Adrián.

Estaba arrodillado frente a Sofía, arreglándole un mechón de cabello que el viento había movido.

Ignoraba por completo a su hijo moribundo.

—Mami… —La voz de Gael era apenas un susurro.

Luchó por levantar su pequeña mano, aún aferrada a los pedazos rotos de su medalla.

La sangre goteaba entre sus dedos, roja y brutal bajo la luz de la luna.

Intentó abrir los ojos, mirándome con confusión y dolor.

—Mami… solo quería que papá… viera que soy fuerte…

Con esas palabras, sus ojos se cerraron lentamente y su pequeño cuerpo se tornó inerte.

El pequeño cuerpo en mis brazos se volvía cada vez más frío.

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