La rueda de la fortuna se detuvo en el punto más alto, suspendida en un vacío que reflejaba exactamente cómo se sentía Selene: atrapada en la cima de una mentira.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos, quemando como ácido, pero se obligó a parpadear con furia.
Se negó a romperse frente a él; no le daría el lujo de ver su devastación total. Con una valentía que le desgarraba la garganta, asintió a las palabras de Zander.
―Bien, que así sea. Terminemos… es lo mejor.
Selene intentó ponerse de pie para salir de la cabina en cuanto las puertas se abrieran, pero Zander, lejos de permitirle partir con la poca dignidad que le quedaba, la tomó de la muñeca.
Su agarre no era violento, pero sí desesperado.
Su voz, siempre tan segura y arrogante, ahora sonaba cargada de un llanto contenido que Selene no quiso creer.
―Sé que ahora parezco un cobarde, Selene, pero esto es lo único que puedo hacer para mantenerte con vida —suplicó él, con los ojos verdes empañados—. Tú y yo no somos del mismo mundo.