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Entre secretos y ambición (2da. Parte)

El mismo día

New York

Victoria Harrington

No podía permitirme entrar en pánico tras la noticia de la explosión del yate de Edward. Las esposas desesperadas pertenecen a otra clase de mujeres, no a mí. Como matriarca, mi deber era mantener la calma y poner orden en medio del caos.

Lo primero era reunir a mis hijos, llamar a los abogados y asegurarme de que el imperio no se desmoronara. Aunque bastaba una sola mirada a Elizabeth para notar el miedo reflejado en sus ojos.

Respiré hondo, dejé la copa sobre la mesa y forcé a mi voz a mantenerse firme.

—Hija, no podemos darle crédito a un rumor de la prensa internacional. Puede ser una falsa noticia. Lo primero será comunicarnos con las autoridades de Mónaco.

Elizabeth cruzó los brazos, conteniendo apenas la rabia.

—¿Y mientras tanto dejamos que todo se derrumbe sobre nosotros? —soltó, su voz temblando entre ironía y miedo.

—No seas insolente, Elizabeth —le advertí, sin alzar la voz, pero lo suficientemente seca para imponer distancia—. Te necesito enfocada, no histérica. Llama a Nicholas y a Alexander. Yo intentaré ubicar a la asistente de tu padre.

—No todos tenemos tu frialdad, mamá —replicó, con un brillo de lágrimas que intentó disimular—. No puedo fingir que no siento nada después de escuchar que papá podría estar muerto.

Apreté los labios. Cuántas veces había escuchado esas palabras, solo que, en otros labios, en otras vidas.

—Porque no sabes dominar tus emociones es que tu matrimonio peligra —dije, girándome hacia ella con calma helada—. Aprende, hija, que en momentos difíciles nuestra mejor arma es la frialdad.

Ella bajó la mirada, derrotada. Yo también la bajé, por un segundo, hacia mis propias manos. Temblaban apenas, lo suficiente para recordarme que seguía viva. Y entonces, respiré hondo, me enderecé y volví a mi papel. La esposa perfecta. La madre fuerte. La mujer que no se quiebra. Aunque en el fondo… ya empezaba a hacerlo.

Los minutos pasaban sin que llegaran noticias de Edward. El silencio del teléfono pesaba más que cualquier confirmación. Nicholas, con sus teorías sobre la mano de los Beaumont, solo añadía leña al fuego. Pero entre el caos y las llamadas, tuve claridad: alguien debía tomar las riendas. El vacío de poder podía devorarnos, y no estaba dispuesta a permitirlo. Asumir la presidencia era lo lógico. Y si en el proceso lograba mantener a Alexander lejos de Claire, mejor aún. Ese vínculo no podía crecer. No ahora.

Alexander estaba frente a mí, con los hombros tensos, la mirada fija en el suelo. Sabía que le disgustaba viajar a Mónaco, lo notaba en el modo en que contenía el aire, en los pretextos torpes que ya había ensayado. Pero ante mi orden, calló. Hasta que no pudo más.

—Mamá, has equivocado los roles —rompió el silencio, con el tono firme que solía usar su padre—. Soy el rostro de la empresa. Debería quedarme y dar el comunicado sobre el accidente de papá. Nicholas puede viajar a Mónaco.

Elizabeth lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio; Nicholas frunció el ceño, pero no intervino.

—No te estoy consultando, Alexander —respondí, sin levantar la voz—. Viajas tú. A Nicholas lo necesito aquí, cerrando la negociación con los Beaumont.

—Pero Elizabeth conoce mejor ese contrato… —replicó, conteniendo la rabia.

Lo interrumpí antes de que dijera más:

—No me contradigas —lo interrumpí, sin levantar la voz—. En momentos de crisis, cada uno cumple su función. Quiero tu colaboración, no tus cuestionamientos.

Él sostuvo mi mirada por unos segundos. Vi el orgullo herido en sus ojos, la frustración contenida, y esa rebeldía que tanto había heredado de su padre.

Finalmente, apartó la vista y murmuró con amargura:

—Ahora mismo llamaré al hangar para que preparen el avión.

Nicholas suspiró, Elizabeth apartó la vista, y yo… respiré despacio. Sabía que lo estaba empujando lejos, pero no había alternativa. En este mundo, el amor y el poder no coexisten. Y yo ya había aprendido cuál debía sobrevivir.

A todo esto, el accidente de Edward había desatado el caos en la empresa.

Los pasillos hervían de rumores, los empleados hablaban en susurros, los teléfonos no paraban de sonar. Algunos clientes exigían respuestas, otros ya amenazaban con retirarse. Pero yo mantenía la compostura.

Y aun así… algo me inquietaba. Claire. Su eficacia rozaba la perfección, y eso no era normal. ¿Qué hacía una mujer como ella desempeñando un puesto tan menor? ¿Por qué conformarse con ser una simple secretaria… o con engatusar a Alexander?

Y ahora por unos segundos, el silencio se apodera de la oficina. Ella me observa con esa calma peligrosa, como si estuviera leyendo mis pensamientos.

—Victoria —dice finalmente—, hay puestos que son de aprendizaje. Escalones necesarios para entender cómo funciona una empresa como esta.

—Muy cierto —respondo—, pero alguien con tu habilidad podría haber llegado mucho más lejos hace tiempo.

Claire sostiene mi mirada sin parpadear.

—Quizás no todos buscan brillar. El éxito no siempre es lo que algunos creen. Hay otras cosas que pesan más… o que hacen feliz a la gente.

—O tal vez —replico, inclinándome apenas hacia ella— tienen miedo. Miedo de la caída, de la presión del puesto. ¿En cuál te encasillas, Claire?

Ella sonríe apenas, un gesto breve, medido.

—En ninguno. El trabajo es parte de mi vida, no mi vida entera.

Hace una pausa.

—¿Algo más necesita, Victoria?

Niego con un leve movimiento de cabeza.

—No. Puedes retirarte.

Claire asiente, recoge su carpeta y se marcha. Demasiado control para ser casualidad. Y sé que tengo razón. Esa mujer oculta algo.

Unas horas después

Tras la llamada de Alexander confirmando el accidente, ahora organizo el funeral de Edward entre llamadas y reportes. Cuando asoma Elizabeth por la puerta.

—Mamá acabo de colgar con Alexander…

—Quiero una lista con los asistentes confirmados al funeral antes del mediodía. Y que nadie filtre información sobre el accidente —digo sin levantar la vista del escritorio.

—Parece que no te afecta —comenta con voz baja, casi incrédula—. Papá acaba de morir, y tú sigues dando órdenes como si nada.

Alzó la mirada, serena, impenetrable.

—Alguien tiene que mantener en pie esta familia, Elizabeth. No pienso derrumbarme para complacer a la prensa, ni a unos cuantos chismosos.

Elizabeth da un paso más, con los ojos húmedos.

—Estás demasiado relajada, madre. Como si no te importara la muerte de papá… —su voz tiembla apenas—. O acaso… ¿sabes algo que desconozco?

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