El precio de la sangre (1era. Parte)
Al día siguiente
New York
Victoria
Para muchos, la frialdad era falta de sentir, pero para mí se volvió mi tabla de salvación. Un refugio donde mi corazón dejó de sangrar, donde podía mantener el control y sostener el estilo de vida que me correspondía. Sin embargo, Elizabeth no lo comprendía. Cuestionaba mi aparente indiferencia por la muerte de su padre, sin conocer —ni imaginar— el calvario que padecí en un matrimonio impuesto, con infidelidades tan frecuentes como las fiestas que él organizaba.
¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ser la viuda desesperada, llorando por los rincones para complacer a unos cuantos chismosos? No, gracias. Y ella, como mi hija, debía apoyarme, no poner en duda mi entereza.
Ahí estaba frente a mí, con esa mirada escrutadora que parecía buscar más de lo que dejaba entrever. Su respiración era agitada; la mía, contenida. Finalmente, mi voz rasgó el aire, firme y fría.
—Elizabeth, me importa la muerte de tu padre, pero hace mucho tiempo me juré no volver a de