Mundo ficciónIniciar sesiónEl mismo día
New York
Claire
La llegada de Victoria trajo consigo una ola de nervios que se me instaló en el pecho como un nudo imposible de desatar. Era inevitable: cada vez que pensaba en ella, surgían las mismas preguntas que me atormentaban desde el inicio. ¿Qué hago aquí? ¿Hasta dónde puedo llegar con Alexander sin que todo estalle? Y, sobre todo, ¿qué será de mi familia, de la ruina que los Harrington aprovecharon tan bien?
No estaba lista. Ni para enfrentar a su madre ni, mucho menos, a los míos. Pero Alexander tenía otra manera de ver las cosas. Tal vez atinada, tal vez impulsiva.
Porque eso fue su propuesta: marcharnos lejos y casarnos.Por un instante, me sentí halagada… y asustada. Su amor era tan abrumador que me envolvía y me dejaba sin aire. Alguien tenía que mantener los pies sobre la tierra, y con toda la sinceridad que me quedaba le pedí tiempo. Tiempo para entender cómo había logrado adueñarse de mi vida, de mis pensamientos, de mi corazón.
Pero antes de darnos cuenta, estábamos discutiendo. Su apellido contra el mío. Los Beaumont contra los Harrington. Las culpas que no nos pertenecían, los pecados heredados. Y en medio de ese torbellino, sin entender cómo, me escuché diciendo que era mejor terminar. Entonces, él me miró —con esa sinceridad brutal que siempre me desarmaba— y me pidió, que no lo alejara.
Ahí estaba yo, frente a él, con el alma hecha pedazos. Intentando pesar mi deber como una Beaumont contra lo que sentía por él. Pero era inútil. Mi corazón ya lo había elegido. Y no quería renunciar a él.
Mi voz se quebró, pero logré hablar:
—Alexander… solo te falta repetir esa declaración de amor que sigues repasando en tu mente para atarme por completo. Pero no es necesario…
Él se acercó, tan cerca que sentí su respiración rozar mi piel.
—¿Por qué no quieres alejarte de mí? —susurró—. ¿Por qué me amas con todas mis locuras?
—Ya ganaste una batalla al aceptarte como mi novio —respondí, intentando parecer firme—. No pretendas más de mí.
Sus ojos brillaron con esa mezcla de ternura y desafío que me perdía.
—Intentaré ir a tu paso, Claire. Pero eso no significa que vaya a callar lo que siento por ti.
—¿Qué hago contigo…? —murmuré, sin fuerzas para resistirlo.
Él sonrió apenas.
—Quedarte aquí como mi prisionera el resto del fin de semana, sin opción a reclamos.
Y entonces, sus labios rozaron los míos. Fue apenas un contacto, un roce eléctrico, pero bastó para derrumbar todo muro entre nosotros. A partir de ese momento, ya no hubo defensas. Desayunamos en la cama, reímos por tonterías, y terminamos enredados en la tina, envueltos en vapor, risas y besos interminables. Su piel y la mía se reconocieron como si ya se hubieran amado en otra vida. Era esa clase de conexión que asusta y desarma.
Pero la magia… siempre tiene un precio. Y el nuestro, lo descubriríamos demasiado pronto. Recostada sobre su pecho, todavía intentando recuperar el aliento, escuché su celular vibrar una y otra vez sobre la mesa. Alexander ni se movió. Su sonrisa era un desafío, esa costumbre suya de creerse dueño del tiempo. Estiré la mano, tomé el teléfono y se lo acerqué.
—Si respondes, haré realidad una de tus fantasías —susurré, mordiéndome el labio.
Él arqueó una ceja, divertido.
—Eso sí que es un gran incentivo.
Pero cuando miró la pantalla, la sonrisa se desvaneció. Se incorporó lentamente, los músculos tensos.
—Hola, Elizabeth… —su tono cambió al instante—. ¿Dónde es el incendio esta vez?
Guardó silencio unos segundos, y vi cómo su mirada se apagaba.
—Sí… entiendo. Ahora salgo para la mansión.
Cortó la llamada y dejó el teléfono a un lado. Se pasó una mano por el cabello, visiblemente alterado.
—Claire… surgió una emergencia. —Su voz se quebró apenas un instante antes de continuar—. El yate de mi padre explotó en Mónaco. No hay más noticias.
Me quedé inmóvil, observando cómo toda la calma que nos envolvía se desmoronaba en segundos.
—Entiendo, Alexander. Tu familia te necesita —murmuré, intentando mantener la compostura, aunque por dentro sentía el presentimiento de que nada volvería a ser igual.
Tras la noticia del accidente de Edward Harrington, una duda me daba vueltas en la cabeza: ¿qué tanto podía afectar eso a mi familia?
Alexander se subió al auto sin decir palabra y yo hice lo mismo. El trayecto fue un silencio incómodo, un silencio que decía más de lo que cualquiera de los dos se atrevía a preguntar. No era momento para llamadas ni sospechas, pero mi mente no paraba.
Al llegar a la casa de mis padres, sentí la tensión apoderarse de mis músculos. No pisaba ese lugar desde hacía meses. Mi padre y yo siempre habíamos tenido la misma guerra: su necesidad de controlarlo todo y mi empeño en escaparme de sus planes.
En este instante el sonido de mis tacones resuena sobre el mármol, seco, desafiante. Y entonces lo veo. Cruza la sala con su habano en la mano, el rostro endurecido y una ceja arqueada, como si ya supiera que algo no anda bien. El humo forma una nube espesa entre nosotros.
—Claire —dice, y su voz retumba en toda la estancia—. Si has dejado tu departamento para venir hasta acá, no debe ser por nada bueno.
—Padre… siempre tan directo. Y tan emotivo —respondo, apenas esbozando una sonrisa cargada de sarcasmo.
Su expresión se endurece.
—El sarcasmo no lo tolero. Guárdatelo, hija, y dime el motivo de tu visita.
Me cruzo de brazos, sosteniéndole la mirada.
—Escuché del accidente de Edward Harrington. ¿Tu mano está detrás de eso?
Exhala humo y sonríe sin alegría.
—¿Qué ganaría yo a estas alturas? El imbécil de Edward se hará cargo de todas mis deudas, y a cambio podré respirar.
—No me cierra —respondo, dando un paso hacia él—. Te conozco demasiado bien, y aceptaste ese trato demasiado rápido.
El brillo en sus ojos se vuelve peligroso, casi divertido.
—¿Y por qué tanto interés, hija?
No contesto. Lo miro, intentando descifrar si me habla como padre… o como enemigo.







