Mundo ficciónIniciar sesiónEl mismo día
New York
Victoria Harrington
El error más común de la gente es creer que el poder se mide en dinero. Es cierto que el dinero compra cosas, pero el poder compra personas. Y yo he aprendido que todo el mundo tiene un precio, incluso los que juran no venderse jamás.
Por eso observo atenta a mi alrededor: ninguna pieza puede desencajar; de lo contrario, se convierte en un problema. Como últimamente mi hijo, el menor de todos y el más rebelde. Alexander tiene demasiada independencia, y esa palabra que pocos comprenden en este mundo: libertad. Y la libertad puede ser una enemiga peligrosa.
Detesto las sorpresas, así que di un par de órdenes. Ahora reviso una carpeta delgada con una fotografía: Claire Miller. Rostro delicado, ojos profundos, esa expresión entre tímida y desafiante que no encaja del todo con una simple asistente. Ni siquiera sus modales. Demasiado refinados para una mujer modesta.
Desvío la mirada al frente. Mi voz resuena con frialdad dentro del auto.
—¿La seguiste? —pregunto sin apartar la vista del expediente.
—Sí, señora —responde Jonathan, mi hombre de confianza, sentado frente a mí—. Vive en un departamento alquilado a nombre de otra persona. No hay registros claros desde hace dos años.
—Como imaginaba. ¿Y Alexander?
—La ve con frecuencia. Demasiada, diría yo.
No necesito que me diga lo obvio. Lo acabo de presenciar en su departamento. Alexander está enamorándose… y eso, en nuestra familia, es un lujo peligroso.
—Siga investigando. Quiero saber quién es en verdad Claire Miller —le indico, cerrando la carpeta con un golpe seco—. Pero hágalo con cuidado. Que Alexander no sospeche nada.
No puedo permitir que la historia se repita. Alguna vez fui joven, confiada, enamorada de un hombre que me juró lealtad… antes de traicionarme. Porque la verdad es que el amor debilita. El amor destruye.
Unos minutos después
Cuando el auto se detiene frente a la mansión Harrington, la noche ya ha caído. Apenas cruzo el umbral de la entrada, un perfume familiar invade el aire. En la sala, con una copa de vino en la mano, está Elizabeth, mi hija mayor. Siempre impecable. Siempre lista para discutir.
—Vaya sorpresa —digo, dejando mi abrigo sobre el sillón—. Un fin de semana aquí, hija… no me digas que discutiste otra vez con James.
Elizabeth ni siquiera intenta disimular su fastidio.
—Ni te atrevas a sermonearme sobre mi vida, madre.
—Tengo todo el derecho cuando tu matrimonio pone en riesgo nuestro patrimonio —respondo con una calma que sólo precede a la tormenta—. No permitiré que ni una sola acción salga de la familia. Así que resuelve tus pequeñas disputas con tu esposo.
Elizabeth deja la copa sobre la mesa con un golpe seco.
—Madre, en vez de preocuparte por mi matrimonio, dime si papá se ha comunicado contigo.
Mi sonrisa se borra lentamente.
—Todavía no. Ya lo conoces… busca alterar mis nervios.
—Discrepo contigo —replica con voz firme—. Esta vez debemos preocuparnos. No me ha llamado.
—Seguro está con alguna golfa revolcándose —contesto sin inmutarme—. En cualquier momento se comunicará conmigo… o me dará la cara.
Elizabeth se cruza de brazos.
—Insisto: alguien debe asumir la presidencia. Tenemos estancados varios contratos, entre ellos los Beaumont. ¿O prefieres que otros se queden con sus empresas? ¿Quieres perder la oportunidad de destrozarlos?
Un silencio tenso flota entre ambas. Hasta que el celular vibra sobre la mesa.
Elizabeth lo toma y frunce el ceño.
—Es Nicholas —murmura.
—¿Qué sucede? —pregunto, al ver cómo su expresión cambia de repente.
—Tu hijo dice que pongamos el canal de noticias… —responde, con la voz temblando apenas.
Elizabeth busca el control remoto y enciende el televisor. La pantalla ilumina la sala. Un reportero, con tono grave, anuncia:
“Último momento. Un accidente en Mónaco ha dejado destruido el yate del magnate Edward Harrington. Hasta el momento no hay un comunicado oficial ni se han encontrado sobrevivientes tras la explosión.”
—Apágalo —digo, apenas un susurro, pero con una autoridad que no admite réplica.
Elizabeth obedece. La pantalla se oscurece. Solo queda el reflejo de nuestras sombras inmóviles sobre el vidrio del ventanal.
—Mamá… ¿y ahora qué hacemos? —pregunta con un hilo de voz.
La copa en mi mano tiembla apenas. Respiro hondo. El poder, pienso, nunca se detiene… ni siquiera cuando la familia se desmorona.







