Anna cargó a Eva en brazos y la llevó al comedor de la planta baja. La niña lloraba desconsolada, asustada por los gritos de su padre y el movimiento apresurado de Anna al alzarla.
—No llores, mi amor —le susurró con dulzura. —Tu papá está hablando con esa señora, pero pronto vendrá a buscarte, te lo prometo.
Pero la congoja de Eva era muy grande, nunca había visto a su padre gritar, mucho menos con tanto enojo. Anna bajaba lentamente por las escaleras, acariciándole el cabello suavemente.
Poco a poco, Eva se fue calmando, sus lágrimas se transformaron en pequeños sollozos hasta que finalmente apoyó su cabecita en el hombro de Anna.
El comedor estaba desolado a esa hora. El personal que cubría los turnos nocturnos no lo utilizaba casi nunca, pero las luces estaban siempre encendidas y la máquina de café funcionando. Anna se sentó con la niña en una silla. La mecía con el cuerpo y le susurraba al oído.
Finalmente, Eva levantó un poco la cabeza, y Anna, con suavidad, tomó una servilleta