Todavía tenía la cara húmeda cuando me separé un poco de su pecho. Me miró. Ese maldito poder que tiene sobre mí… sus ojos, su olor, su forma de decir mi nombre como si todo el mundo se detuviera en una sola palabra.
—¿Puedo quedarme esta noche? —me preguntó, y su voz ya no sonaba a orden, sonaba a súplica.
Asentí. No porque confiara. No porque creyera. Sino porque no podía más. Porque lo necesitaba. Porque estaba débil, y él era mi mayor debilidad.
Me levanté sin decir nada y caminé hasta la habitación. Sentía sus pasos detrás de mí, ese calor que me perseguía como una sombra.
Entré y no encendí la luz. Solo me senté al borde de la cama. Sabía lo que iba a pasar. Lo sentía en el aire, en mi piel, en la forma en que el corazón me golpeaba el pecho.
Fabián se arrodilló frente a mí.
Me tomó las manos. Las besó, despacio. Luego las subió por mis muslos, lento, como si temiera que lo detuviera. No lo hice. No podía. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro quebrado.
—Ana… —murmuró contra