—¡Hernando! —la voz de Ilse sonó firme, pero su corazón latía con un miedo que no supo disimular.
El hombre la miró con una calma engañosa. Su expresión era severa, fría, como si las emociones se le hubieran secado en el alma.
—No puedes tocarla —dijo, con esa voz grave que siempre hacía temblar el aire a su alrededor.
La anciana frente a ellos, de rostro endurecido por los años, dio un paso atrás. Por un instante, vio en él el reflejo de otro tiempo… el mismo fuego en los ojos que alguna vez tuvo Manuel Montalbán, su hijo.
Apretó los labios, sintiéndose derrotada.
Claudia se acercó un paso.
—Hernando… —susurró, pero él no la dejó continuar.
—Deben irse. Por favor, Claudia —pidió con un tono que, aunque educado, no admitía réplica.
Claudia bajó la cabeza, con el corazón roto.
Tomó del brazo a Ilse y se la llevó fuera del salón. Cuando cruzaron la puerta, Ilse habló con furia contenida:
—Claudia, ¿vas a dejar que esa zorra te gane otra vez?
—No, Ilse —respondió con una sonrisa calculad