Mayte luchaba por alejarse.
Sus manos temblaban al intentar apartarlo, cada músculo de su cuerpo gritaba que debía poner distancia entre ellos, aunque su corazón se encontrara dividido en mil fragmentos.
Sentía la urgencia de escapar, de liberarse de ese contacto que tanto había anhelado y que, ahora, se había convertido en un tormento.
¿Cuántas veces deseó el beso de ese hombre?
Las memorias acudieron a ella con la fuerza de una avalancha.
Recordó las noches en que había soñado con el roce de esos labios, con la dulzura de un gesto que nunca había llegado a pertenecerle.
Pero todo cambió en un instante.
Ahora lo único que imaginaba era que esos mismos labios habían besado a su hermana, y esa imagen la desgarraba.
Esos labios la habían maldecido y despreciado a su hijo, una herida que jamás podría sanar.
El recuerdo del desprecio que Martín había escupido contra lo que más amaba en el mundo, su pequeño, pesaba sobre ella como una marca imborrable.
Cada palabra cruel, cada gesto de re