Ilse llegó a casa poco después, con el corazón, latiéndole con fuerza, como si cada paso pesara toneladas.
Nadie la esperaba; la casa estaba silenciosa, demasiado silenciosa.
Al cruzar el umbral, lo primero que vio fue a su madre.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Milena, con la voz temblorosa.
—¡Madre! —exclamó Ilse, corriendo hacia ella y lanzándose a sus brazos.
Milena la sostuvo con fuerza, percibiendo la desesperación que emanaba de su hija.
Era un temblor profundo, un dolor que recordaba vagamente a la época en que había perdido a su primer esposo. La culpa y el miedo la invadieron.
—¡Dios mío, Ilse! Dime… dime qué está pasando. ¡No me hagas morir del miedo! —la suplicó Milena, la voz cargada de angustia.
—Vamos al despacho… hay algo horrible que debes saber —dijo Ilse, apenas capaz de controlar la emoción que la ahogaba.
Milena asintió, sin atreverse a preguntar más. Se movieron juntas hacia el despacho, y cada paso parecía más pesado que el anterior.
Ilse no podía dejar de mirar a su