Nos pertenecemos

—¿Qué hiciste? ¿¡Qué cosa hiciste!? —exclamó Mónica con voz estridente, oscilando entre la incredulidad y la furia.

La mujer que hasta ese día había sido empleada de la mansión Meyer bajó la mirada. Entre sus dedos apretaba la manija de su maleta, como si fuera lo único que aún le pertenecía.

—Ahora no tengo trabajo… ni casa —murmuró—. Me echó.

Mónica la observó unos segundos, evaluándola como si fuera un objeto defectuoso.

—Bueno —respondió al fin—. ¿Y qué piensas hacer ahora? Porque ese es tu problema, no el mío.

La mujer levantó lentamente la vista.

—Yo pensé que tú… —empezó a decir.

No terminó la frase. Mónica soltó una carcajada sonora, cruel.

—No me digas que creíste que te dejaría quedarte aquí —dijo, negando con la cabeza—. Qué ingenua.

—Hijita, yo…

Ese solo apelativo fue suficiente.

Mónica avanzó y la tomó con fuerza de lo
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