CAPÍTULO —LA PROMESA DE LA LUNA
El día se había rendido al calor, y la playa era su refugio secreto. Nayara y Gael caminaban descalzos, dejando huellas paralelas en la arena húmeda. El mar jugaba con ellos, mojando sus tobillos con espuma blanca, y el viento revolvía sus cabellos como si quisiera recordarles que, allí, lejos de la manada y del peso de las culpas, seguían siendo simplemente dos almas destinadas.
Se sentaron sobre una manta improvisada, riendo con la boca llena mientras compartían frutas y carne que habían cazado. Comieron como lobos, arrancando pedazos con ansias y mirándose de reojo con sonrisas traviesas. Gael, con un brillo de picardía en los ojos, le limpió la comisura de los labios con un dedo; Nayara lo atrapó suavemente con la lengua y él, sorprendido, soltó una carcajada tan plena que el eco rodó sobre las olas.
Después, jugaron como niños. Gael la persiguió por la orilla, ella lo esquivaba, sus huellas se borraban con cada ola, y cuando él por fin la at