DALTON
La puerta de la camioneta se cerró con un golpe sordo y, por un instante, solo escuché mi propia respiración retumbar dentro del vehículo. El vidrio polarizado hacía que el interior pareciera aún más oscuro, como la antesala de un juicio. Me obligaron a sentarme frente a un hombre cuya sola presencia llenaba el espacio de un peso aplastante.
Un traje azul medianoche, perfectamente planchado, camisa blanca que no tenía ni una arruga, y un bigote canoso tan impecable que parecía esculpido a mano. El reloj en su muñeca costaba más que mi primer auto. Sus manos, enguantadas en cuero, reposaban sobre un bastón de madera oscura, más un símbolo de poder que una verdadera necesidad. Todo en él gritaba dinero viejo, control, tradición y un desprecio elegante por todo lo que no estuviera a su altura.
Tradición. Saltó la palabra en mi mente ¡Mier**da!
Sus ojos me analizaron con una calma fría, casi clínica. Cuando habló, su voz fue baja, áspera y peligrosa, como el ron de quince años en un