DALTON
La vi caminar hacia la entrada del hotel como si la alfombra fuera suya. Lía no caminaba: desfilaba, reinaba, provocaba. El vestido negro ceñido, su perfume que aún me tenía de rehén, y esa sonrisa de medio lado que prometía y amenazaba al mismo tiempo. Era una bomba envuelta en encaje, y yo tenía el listo el encendedor para incendiarlo todo.
— Porque me hace falta darte la siguiente clase con la bendita lencería que traes debajo.
¿Lo dije en voz alta? Sí ¿Me arrepentí? Ni lo mínimo establecido por la decencia. Se me había puesto durísima desde el momento en que me mandó su foto en lencería, y debo decir que esta mujer tenía un talento natural.
Lía se detuvo. Dio un paso hacia mí, como una leona que decidió que el cazador se había confiado demasiado. Sus ojos brillaban con una mezcla de burla y fuego.
— ¿Lencería, eh? —Su voz era un susurro que se me metió directo a la columna vertebral—. Creí que la clase era que vieras que tengo buen gusto eligiendo una lencería alza pasiones.