El regreso a Madrid trajo consigo un silencio incómodo que se instaló entre nosotros como un muro invisible. Durante el vuelo, Álvaro se había refugiado en su ordenador, respondiendo correos con una concentración casi obsesiva, mientras yo fingía estar absorta en una película que ni siquiera podía seguir. Tres días habían pasado desde Barcelona. Tres días intentando actuar como si nada hubiera ocurrido en aquella terraza.
La oficina se convirtió en un campo minado. Cada vez que nos cruzábamos en el pasillo, la electricidad era tan palpable que casi podía oírse el crepitar en el aire. Él mantenía su máscara de profesionalidad impecable, pero sus ojos... sus ojos me seguían con una intensidad que me quemaba la piel.
Esa mañana, mientras organizaba su agenda en la recepción, Carlos, uno de los diseñadores gráficos, se acercó a mi escritorio.
—Nicole, ¿te apetece un café? Llevo días queriendo invitarte.
Su sonrisa era genuina, y agradecí el gesto de normalidad en medio de tanta tensión.
—Claro, me vendría bien una dosis de cafeína —respondí, devolviéndole la sonrisa.
No me di cuenta de que Álvaro había salido de su despacho hasta que su voz cortó el aire como un látigo.
—Señorita Ramírez, necesito los informes de Barcelona en mi despacho. Ahora.
Carlos y yo nos giramos al unísono. Álvaro estaba allí, con su traje impecable y una mirada que podría haber congelado el infierno.
—Por supuesto, señor Del Valle —respondí, profesional—. En cinco minutos los tendrá.
—Los necesito ahora —insistió, y luego miró a Carlos con una frialdad calculada—. ¿No tienes trabajo que hacer, Mendoza?
Carlos se tensó visiblemente.
—Sí, señor. Solo estaba...
—Estabas interrumpiendo a mi asistente. Vuelve a tu puesto.
Cuando Carlos se alejó, me levanté de mi silla, furiosa. Tomé los informes y seguí a Álvaro hasta su despacho, cerrando la puerta tras de mí con más fuerza de la necesaria.
—¿Qué demonios ha sido eso? —exigí, olvidando por completo la jerarquía.
Álvaro se giró, su rostro una máscara de control apenas contenido.
—¿El qué?
—No te hagas el inocente. Has humillado a Carlos sin motivo.
—Estaba coqueteando contigo en horario laboral.
Solté una risa incrédula.
—¿Y eso te da derecho a comportarte como un cavernícola? Era solo un café, por Dios.
Álvaro se acercó, invadiendo mi espacio personal con su presencia abrumadora.
—No me gusta que mis empleados pierdan el tiempo.
—Mentira —lo desafié, alzando la barbilla—. Te molesta que otro hombre se acerque a mí. Admítelo.
Sus ojos se oscurecieron peligrosamente.
—No sabes lo que dices.
—Sé exactamente lo que digo. Desde Barcelona estás... diferente. Me miras como si quisieras devorarme y luego actúas como si no existiera.
Álvaro dio un paso más, acorralándome contra la pared. Su respiración se había acelerado, y podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo.
—¿Quieres saber la verdad, Nicole? —susurró, su voz ronca—. No puedo dejar de pensar en ti. En cómo sería besarte, tocarte, hacerte mía sobre este mismo escritorio.
Mi corazón se desbocó. Sus palabras eran como fuego líquido corriendo por mis venas.
—Entonces, ¿por qué te alejas? —pregunté, mi voz apenas audible.
—Porque esto —señaló el espacio entre nosotros— es peligroso. No puedo ofrecerte nada más que deseo. Que lujuria. No hay futuro aquí, Nicole. Solo hay fuego, y ambos podríamos quemarnos.
Sus dedos rozaron mi mejilla con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de sus palabras. Cerré los ojos, incapaz de resistir su contacto.
—No te estoy pidiendo un futuro —respondí, abriendo los ojos para enfrentarlo—. No quiero promesas vacías ni cuentos de hadas.
—¿Qué quieres entonces?
—Lo mismo que tú. Este fuego. Esta locura.
Álvaro apoyó su frente contra la mía, nuestras respiraciones mezclándose en el escaso espacio que nos separaba.
—No sabes lo que pides. No soy un hombre fácil, Nicole. Tengo... necesidades. Exigencias. Y no sé controlarme cuando se trata de lo que deseo.
Tomé su rostro entre mis manos, obligándole a mirarme directamente.
—Entonces dámela —susurré contra sus labios—. Dame esa lujuria. Pero no te atrevas a mentirme después. No te atrevas a fingir que no significa nada cuando ambos sabemos que esto es más que simple deseo.
Sus ojos se oscurecieron aún más, y por un momento vi vulnerabilidad en ellos. Luego, como si hubiera tomado una decisión, se apartó ligeramente.
—Hay reglas, Nicole. Si vamos a hacer esto, será bajo mis términos.
—¿Y si no acepto tus términos?
Una sonrisa peligrosa se dibujó en sus labios.
—Lo harás. Porque lo deseas tanto como yo.
Me alejé de él, recuperando algo de compostura, aunque mi cuerpo entero temblaba de anticipación.
—No estés tan seguro, Álvaro. No soy una de tus empleadas sumisas que dice a todo que sí.
—Precisamente por eso te deseo —respondió, su voz como terciopelo oscuro—. Porque eres fuego, Nicole. Y yo llevo demasiado tiempo rodeado de hielo.
Caminé hacia la puerta, consciente de que estábamos cruzando una línea de la que no habría retorno. Antes de salir, me giré una última vez.
—Esta noche. Tu apartamento. Hablaremos de esos términos tuyos.
No esperé su respuesta. Salí del despacho con la certeza de que acababa de iniciar un juego peligroso. Un juego en el que ambos podríamos perder mucho más que nuestro orgullo.
Porque lo que ardía entre nosotros no era simple deseo.
Era peligro. Puro y adictivo peligro.