39. La muerte del ángel
Liz no se movió una vez que Nathan se fue, excepto para cubrirse con la colcha. Pasaron horas hasta que reunió el valor suficiente y salió a su habitación, pero en cuanto el agua tocó su piel, sucedió lo de siempre y se echó a llorar, y es que había convertido el baño en su lugar sagrado para limpiar sus penas sin sentir vergüenza.
Sus dedos rozaron las marcas que Nathan dejó en su piel, testigos silenciosos de la pasión que compartieron antes de la llegada de su padre. Y las preguntas que siempre la atormentaban sobre Richard se mezclaron esta vez con una traición más antigua y dolorosa, porque descubrió que todo lo compartido con Amelia, fue una mentira desde el principio.
Se obligó a salir y se envolvió en una toalla hasta llegar al escritorio, donde había dejado el diario de Amelia. Lo encontró junto a otros en el desván, mientras buscaba pruebas contra los Kingston, pero lo que descubrió fue devastador.
Cada página fue un puñal a recuerdos que creyó sagrados: las tardes comparti