La boca de Nathan recorrió la columna de Isabella mientras la luz de la luna se filtraba entre las cortinas. Sus dedos se cerraban sobre sus caderas con la misma hambre intacta que diecisiete años no habían logrado extinguir.
Isabella cerró los ojos, abandonándose al calor de su cuerpo y al roce sutil de las sábanas de seda.
—Ese japonés y sus malditas formalidades —murmuró Nathan contra su cuello—. Pensé que no acabaría nunca la negociación.
—¿Tan aburrido estuvo? —Isabella giró apenas el rostro, alzando una ceja con ironía.
—Casi me duermo entre reverencias —rozó con los dientes el lóbulo de su oreja—. Pero pensaba en ti. En esto.
Las manos de Isabella recorrieron la espalda de Nathan, trazando las cicatrices que conocía de memoria, mapas de batallas pasadas que había aprendido a amar.
—Vendimos todo el Midnight en menos de una semana —murmuró, como si el negocio también formara parte del deseo.
—Que se joda el Midnight… —gruñó él, deslizándose en su interior con lentitud—. Ahora so