125. El último acto
La noche había caído sobre el jardín, envolviendo la casa en un silencio interrumpido solo por el suave murmullo de los grillos. Nathan permanecía en la terraza, observando el líquido ámbar en su copa de whisky que reflejaba las estrellas.
Desde el interior llegaba la voz de Ana leyendo un cuento a Emma, salpicada por las risas ocasionales de la niña que resonaban como pequeñas campanadas de plata.
El aire fresco de la noche acariciaba su piel, trayendo consigo el aroma dulzón de las flores nocturnas que habían plantado la semana anterior. A pesar de la tranquilidad aparente, Nathan sentía una tensión creciente en sus entrañas, una premonición que no podía ignorar.
Isabella se deslizó a su lado, su presencia anunciada por el sutil aroma a jazmín que siempre la acompañaba. La calidez de su cuerpo contra el suyo resultaba reconfortante, como un ancla en medio de la tormenta que se avecinaba. Sus dedos rozaron el dorso de su mano, un gesto tan simple pero cargado de intimidad.
—Está cas