Olívia dejó caer la tela al suelo, cerró los ojos y respiró hondo. El vestido, hecho jirones, parecía un símbolo de lo que sentía por dentro.
Aún con la respiración agitada, salió del baño y volvió al dormitorio vestida solo con lencería. La piel erizada por el frío del aire acondicionado contrastaba con el calor de las lágrimas que no dejaban de caer.
Se tendió en la enorme cama, que le pareció un desierto. Se abrazó a sí misma como si pudiera protegerse. El llanto empezó suave y luego se volvió más intenso, con sollozos que sacudían sus hombros. Lloró hasta perder la noción del tiempo, hasta no poder más. Cuando por fin el sueño la venció, los ojos hinchados y la respiración entrecortada fueron los únicos testigos de su dolor silencioso.
En la habitación principal de la mansión, se desarrollaba otra escena. Bárbara reía a carcajadas, sentada sobre la cama king size, con las piernas cruzadas y la bata de seda abierta en un descuido calculado. El sonido de su risa recorría el pasillo.