Desde que Patricia fue contratada para encargarse de la biblioteca, todo cambió. Tenía veinticinco años, piel canela, ojos despiertos y una sonrisa tranquila que ocultaba cierta picardía. Decía amar los libros, y soñaba con ser escritora. Nathan, desde el primer día, supo que algo en ella lo atraía más allá de lo profesional. Algo carnal. Algo que él mismo se negaba a nombrar, pero que lo poseía por completo.
—Te estaba esperando —le dijo aquella tarde, con la voz densa.
Caminó hacia ella, cerró la puerta con seguro y la tomó por las caderas. La besó como si fuera suya, sin pedir permiso. Se bebió su boca, buscando en su lengua un escape a su insaciable deseo. Desabotonó su vestido beige, liberó sus pechos y los mordió con hambre. Luego la subió al escritorio, y ella, como si conociera el guión, rodeó su cadera con las piernas. Nathan se aferró a su cuello, lo besó como si devorarlo pudiera calmar el vacío que llevaba dentro.
Cuando la penetró con fuerza, tapó sus gemidos con su boca.