En ese momento, a Luciana casi le da algo. No podía creer lo que acababa de escuchar. A su abuela y a sus padres había logrado detenerlos a tiempo, cuando también intentaron comprarle una fábrica de chocolates, después de que les dijo que su hermano le había regalado una al descubrir cuánto le gustaban esos dulces a Lía.
Pero a don Francisco no lo había podido frenar. Ahora se preguntaba qué iba a hacer su hija con tantas fábricas de chocolate. ¿Acaso pensaban que esto era un juego de muñecas?
Y para empeorar las cosas, veía cómo su esposo discutía con su abuelo por haberle hecho el regalo primero. Max insistía en que era su hija y que era él quien debía llenarla de regalos, que era su derecho como padre comprarle todo lo que deseara.
Luciana, sintiendo que aquello se le iba de las manos, dijo:
—Amelia ya tiene una fábrica de chocolates a su nombre en Inglaterra, que le regaló mi hermano hace dos…
Por poco decía "hace dos años", pero logró detenerse justo a tiempo. Recordó que todos c