El rugido del motor del Ferrari negro cortaba el silencio de la noche mientras Leonardo Arriaga aceleraba a toda velocidad por las calles desiertas.
Su mandíbula estaba tensa, sus nudillos blancos sobre el volante.
Sabía dónde estaba Isabela.
Después de horas de búsqueda frenética, de mover contactos y exigir información, al fin había dado con su ubicación.
Un almacén abandonado en las afueras de la ciudad.
Leonardo no perdió tiempo.
No llamó a la policía.
No esperó refuerzos.
Él iba a sacarla de allí con sus propias manos.
La idea de Isabela en peligro, asustada y vulnerable, le hervía la sangre.
Y si alguien se atrevía a tocarla…
Se aseguraría de que lo lamentaran.
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El Cautiverio de Isabela
Los latidos de Isabela eran erráticos.
El lugar era un infierno oscuro, húmedo y con un olor rancio a moho y gasolina.
Sus muñecas estaban atadas a una silla, su piel ardiendo por la fricción de las cuerdas.
Su cabeza aún daba vueltas por la droga que le habían administrado,