Leonardo conducía la Lamborghini como un demonio desbocado. Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos, y su mandíbula estaba tensada en pura furia. Cada semáforo, cada vehículo en su camino era un obstáculo que solo lo hacía pisar el acelerador con más fuerza.
Cuando llegó a la mansión, no se tomó el tiempo de apagar el motor por completo. Bajó del auto de un salto y entró a la casa a grandes zancadas.
— ¿Dónde está Isabela? — preguntó con voz grave, mirando a la ama de llaves.
— En su habitación, señor… no ha querido salir.
Leonardo no esperó más. Subió las escaleras de dos en dos, y cuando llegó a la puerta, la abrió sin siquiera llamar.
Allí estaba Isabela, sentada al borde de la cama, con el rostro pálido y la mirada fija en la ventana. En la televisión aún sonaban las palabras de Camila, pero Leonardo la apagó de inmediato.
— Isabela… — murmuró mientras se acercaba a ella.
Isabela levantó la mirada y sus ojos se encontraron. No