La noche estaba cargada de tensión. El aire era pesado y cada sonido, por mínimo que fuera, reverberaba como un grito en los oídos de Aisha. Escuchó pasos acercándose a su puerta y, con un instinto aprendido de las múltiples veces que había enfrentado el peligro, regresó a la cama fingiendo estar dormida.
Su cuerpo temblaba, cada músculo ardiendo de agotamiento. Su mente le gritaba que resistiera, que encontrara una salida, pero la fría certeza de su situación la envolvía como un veneno insidioso. Estaba atrapada.
El sonido de pasos firmes resonó tras la puerta, y su respiración se volvió errática. No era miedo lo que la paralizaba, sino rabia. Rabia por haber caído en esta trampa, por no haber sido lo suficientemente fuerte, por saber que Cris
Ella exhaló internamente, sintiendo que la cuerda sobre la que caminaba se tensaba aún más.—Pero sigues sin convencerme.Antes de que pudiera reaccionar, Salomón tiró de la tela de su blusa, dejando su vientre al descubierto. Se inclinó hacia ella, su expresión impasible, casi científica.—Aquí no logro oír el latido de los gemelos. ¿Acaso te lo inventaste?Cristal jadeó, su rostro enrojecido por la ira y la humillación, pero su mente trabajó rápido. No podía permitir que la descubriera. No aún.—Estoy embarazada —repitió, esta vez con mayor firmeza—. ¿Qué s
Lionel irrumpió en el recinto como una tormenta desatada; su determinación cortaba el aire, tan afilada como la hoja de un cuchillo. Las bestias que resguardaban el lugar intentaron bloquear su avance, pero él, con un giro de muñeca y un golpe preciso, les rompió el cuello uno a uno, dejando sus cuerpos inertes en el suelo.—Dime, ¿qué pasó con las personas de aquí? ¿Dónde están? —rugió al vacío mientras su mirada recorría el caos que lo rodeaba.No esperó una respuesta. Atravesó las puertas principales con un solo golpe y subió las escaleras, revisando cada habitación hasta encontrar a Cristal, sentada en la cama, inmóvil, su mirada perdida en el horizonte.—C
Antes de llegar a esta villa en los Andes peruanos, recuerdo que mi hermano Dimitri Snova fue enviado en uno de mis dos helicópteros privados junto a Ishana. Sin embargo, nunca enviaron la señal que había pedido al piloto. Rastreé su ubicación, pero no había señal alguna. Lo único que pude corroborar antes de traerme a Daesa fue el avistamiento de un avión privado sobrevolando los alrededores de mi propiedad. Y luego, el silencio absoluto.“¿Intentas decirme que Dimitri planeó su propio secuestro?”—No me importaría —respondí—, de no ser porque se llevó consigo a la hermana de Varek, la única que podría darnos alguna información. Ahora no tenemos nada.Días previos a la desaparición de Dimitri SnovaEl helicóptero atravesaba una tormenta traicionera. Las ráfagas de viento sacudían la aeronave, haciéndola crujir como un juguete en manos de un niño caprichoso. Dimitri, aparentemente tranquilo, observaba las nubes tormentosas desde la ventana, como si el caos externo no le importara.En
La casa donde Rasen se ocultaba no era un refugio, era una tumba. La luz apenas lograba filtrarse por las rendijas selladas con madera, y las velas lanzaban sombras que parecían moverse solas en las paredes descoloridas. El aire estaba cargado de cera derretida y humedad, intensificando la sensación de asfixia que Rasen sentía. Cada paso retumbaba, rompiendo el silencio como un martillo en su cráneo. El mundo parecía empujarlo hacia el abismo.Pero Rasen no estaba solo. Sariel estaba allí. No solo como un eco en su mente, sino como una presencia viva, serpenteante, inescapable.—¿No sientes el peso en tus piernas, Rasen? —susurró Sariel, su voz deslizándose como veneno en sus pensamientos—. Es mi regalo para ti. Una prueba de cuánto me necesitas.
La habitación estaba envuelta en un silencio tenso, roto solo por los gemidos de Cristal y el susurro de las personas que la asistían. Lionel, con los puños apretados y el rostro lleno de preocupación, observaba desde un rincón mientras las mujeres de Darían se movían con rapidez, preparando paños fríos y mantas. El aire olía a sangre y sudor, y la luz de las velas parpadeaban, proyectando sombras inquietantes en las paredes.Cristal, exhausta pero radiante, sostenía a los gemelos en sus brazos. Sus mejillas estaban húmedas por las lágrimas de felicidad, y su voz tembló al murmurar:—Son mis pequeños... mis hijos. Tan preciosos y tan frágiles. El túnel era interminable, sus paredes húmedas susurraban secretos antiguos, y el eco de sus pasos resonaba como un tambor que marcaba el tiempo de su encierro. Aisha no podía ver nada; la venda que cubría sus ojos era tanto física como metafórica, y cada paso que daba era guiado por la mano firme de Salomón.No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la sacaron de la mansión de Cristal. Su cuerpo aún dolía de los golpes y cortes que había sufrido, pero lo que más pesaba era la incertidumbre. Finalmente, se detuvieron.—¿Por qué te detienes? —preguntó, su voz más desafiante que temerosa.—Porque ya no necesitas esa venda —respondi&Capítulo 94: "El pacto del lobo de ébano"
Las semanas pasaron rápido, y Aisha seguía bajo la supervisión de Salomón, que la observaba minuciosamente y daba vueltas a su alrededor.El líder Nevri insistía en que, para sobrevivir, debía aprender a controlar su lado bestial. Sin embargo, tras días de entrenamiento, algo no encajaba. Mientras los demás Nevri lograron transformarse bajo su guía, Aisha seguía siendo incapaz de hacerlo.—Concéntrate, Aisha. Siente a tu bestia. Deja que fluya desde el interior de tu pecho —ordenó Salomón, con tono firme pero paciente.Ella cerró los ojos, tratando de seguir sus palabras. La frustración ardía en su garganta. Sabía que no podía transformarse, pero no pensaba admitirlo. No delante de él.Fue entonces cuando sucedió: al practicar con otro Nevri, su palma rozó el filo de un cuchillo. Un hilo de sangre brotó de su mano, y el aroma impregnó el aire.Salomón y los demás se tensaron de inmediato.—¿Qué es ese olor...? —preguntó uno de ellos, con la voz ronca.Los ojos de Salomón brillaron en
El viento susurraba entre las ramas mientras Aisha avanzaba con cautela por el bosque. Las sombras se retorcían a su alrededor, el aire olía a tierra húmeda y sangre, y el eco de los gruñidos de las criaturas resonaba en la noche. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sintió la tibieza de su propia sangre goteando sobre la hierba. Las bestias la seguían, atraídas como polillas a la llama.Sus manos, ensangrentadas hasta los codos, temblaban por el esfuerzo.Su respiración era un compás irregular, pero su mirada, feroz, se clavaba en las siluetas deformadas que avanzaban. Con un último grito de guerra, lanzó su espada. La hoja cortó el aire y partió en dos a la última bestia que se abalanzaba sobre ella. La sangre oscura manchó su rostro y