El silencio posterior al mandato de Caleb pesaba más que el aire mismo. La habitación privada se había quedado en penumbra, apenas iluminada por las luces azules del teléfono que mostraba a Rous entre sombras, girando entre las manos de aquellos dos hombres que no sabían lo cerca que estaban del infierno.
Milán, con su porte inmutable y su copa de vino aún en la mano, observaba a Caleb con una sonrisa apenas perceptible.
—No lo hagas, Caleb. —dijo con voz grave, pausada, la de un hombre que medía cada palabra—. No actúes ahora. No arruines la reunión ni todo lo que hemos construido por un arrebato.
Caleb lo miró con furia contenida, la vena de su cuello latiendo visiblemente. —¿Arrebato? —repitió con una risa rota—. Estás viendo lo mismo que yo. ¡Mi esposa! Mi maldita esposa revolcándose como si no tuviera nombre ni historia.
Milán se encogió de hombros, sin despegar la vista del teléfono. —Déjala terminar su pequeña fantasía —dijo con frialdad casi cínica—. En cuanto esos dos termine