Un terremoto me dejó atrapada bajo los escombros.
Ana Sánchez, la obsesión de Juan Castro, mi esposo, también estaba atrapada en otro sector.
Yo tenía un brazo aplastado, ya insensible, mientras un dolor insoportable se extendía por mi vientre.
Escuché los pasos del equipo de rescate. Como en mi vida pasada, reconocí la voz de Manuel Díaz, el colega de Juan:
—¡Jefe! La señal del celular de la señora está aquí.
Retiraron los escombros que estaban sobre mí, y el haz de luz de una linterna me golpeó la cara.
Manuel apareció, sudoroso pero aliviado.
—Señora, no se preocupe. ¡La sacaremos enseguida!
Sin embargo, Juan, mi esposo, no estaba preocupado por mí. Su celular de trabajo vibró y contestó sin dudar.
Una voz femenina, temblorosa, se coló entre los escombros:
—Juan… ¿Dónde estás? Aquí está tan oscuro… Tengo miedo…
Imaginé a Ana en su pose habitual: frágil como un pétalo marchito.
Juan se tensó, sin siquiera mirarme, y, cuando habló, sus palabras fueron un susurro sedoso, dirigido a su amada:
—Ana, cálmate. Ya voy. No te pasará nada.
Su voz se volvió suave, arrullando a esa musa intocable, mientras olvidaba por completo que yo estaba embarazada y seguía atrapada en los escombros que tenía frente a sus ojos.
Manuel tosió, incómodo. Solo entonces Juan volvió la cabeza.
Nuestros ojos se encontraron. Los suyos eran como el hielo.
—Te dije que no viajaras embarazada —escupió, con una expresión que destilaba fastidio—. Pero no, ¡insististe en venir a Mérida! ¿Ahora estás contenta? Hay miles de personas bajo los escombros, y tú… ¡gastando recursos por capricho!
Al escuchar esas palabras otra vez, un escalofrío me recorrió el alma. Era la misma acusación que en mi vida anterior. Antes, me habría quebrado, explicándole que había ido al simposio médico. A lo que él respondería, tercamente, diciendo que solo había ido para competir con Ana y molestarlo.
Por eso, esta vez, ni siquiera me digné en responderle.