Capítulo 4. Doctor milagro

Capítulo 4. Doctor milagro

Cinco años después

Sara estaba terminando el desayuno cuando su esposo entró a la cocina, iba llegando del hospital de una guardia de veinticuatro horas. Le dio un beso en la mejilla y le robó un trozo de tocino, ganándose un manotazo de su parte. Su relación había cambiado mucho en los últimos años, pasaron de ser un “matrimonio de papel” a uno real. Había llegado a quererlo como algo más que a un hermano, aunque en su corazón seguía perteneciendo a Lorenzo, él siempre tendría un lugar especial en su corazón, era el amor de su vida. Lo que sentía por Santiago diferente, él supo ganarse su cariño con su paciencia, su comprensión y con el amor tan profundo que demostraba por su pequeña Zoe, aún cuando no llevaba su sangre. Era pequeña, su consentida, la niña de papá… El día de su nacimiento, le prometió que siempre la cuidaría, la protegería y la amaría, que haría todo lo posible por ser un buen papá para ella, y lo había conseguido. Era un padre maravilloso para la niña y su hija lo adoraba.

Sara le sirvió el desayuno a Santiago cuando estuvo listo y se sentó a comer junto a él por primera vez en dos semanas, había tenido tanto trabajo en el hospital que apenas se vieron esa semana. Vivían en un apartamento que contaba con dos habitaciones, sala, comedor, cocina y balcón. El nuevo sueldo de Santiago le había permitido mudarse del pequeño apartamento tipo estudio donde vivieron los primeros dos años de matrimonio. Mientras comían, conversaban sobre lo que fueron sus días esa semana. Él tenía más para contar, como neurocirujano en la Clínica Mayo, en Rochester, nunca faltaban las historias. Realizó una cirugía importan a un niño que le salvó la vida, tenía un tumor inoperable que nadie se atrevía a tocar, hasta que el caso llegó a sus manos, lo llamaban Doctor Milagro; pacientes de todo el país acudían al hospital esperando que pudiera operarlos.

—Déjalos, yo me encargo luego —mencionó Santiago cuando su esposa comenzó a levantar la mesa—. Vamos arriba, hay algo que quiero enseñarte —añadió con una mirada que ella conocía muy bien, había pasado un tiempo desde la última vez que tuvieron intimidad.

Sara sacudió la cabeza, sonriendo, y se fue con su esposo a la habitación conociendo muy bien sus intenciones. Él se dio una ducha rápida y salió del baño con una toalla envuelta en sus caderas y gotitas de agua corriendo por su pecho. Santiago se mantenía en muy buena forma con ejercicio y una dieta balanceada, sus músculos estaban definidos y su abdomen marcado como tableta de chocolate. Sin perder un segundo, se acercó a su esposa y la besó con ansias, la deseaba tanto que apenas podía contenerse. Le quitó la ropa y la tumbó en la cama sin dejar de besarla y acariciándola a la vez. Sara gimió cuando escurrió sus dedos en el vértice de sus piernas, su esposo era un buen amante, complaciente y dedicado, le gustaba hacer el amor con él, aunque al principio fue difícil entregarse a otro hombre que no fuera Lorenzo.

—¡Mami! ¡Mami! —pronunció Zoe desde el pasillo, tocando la puerta, que por suerte Sara había cerrado antes.

—No, m****a —masculló Santiago cuando la escuchó. Justo tenía que despertarse en ese momento.

—Lo siento —murmuró su esposa bajándose de la cama mientras le decía a su hija que le diera un momento. Se vistió rápido y Santiago se fue al baño, tenía un asunto importante antes de poder saludar a su hija.

Apenas Sara abrió, su hija entró como un pequeño huracán y le preguntó dónde estaba su papi, sabía que ese día iría a casa.

—Se está duchando, mi amor —respondió su madre con dulzura mirando a la niña de cabello negro como el ébano y ojos grises, iguales a los de su padre. Cada vez se parecía más a él, era una pequeña réplica de Lorenzo. Era imposible no pensar cuando la miraba—. Vamos para que desayunes mientras sale.

—Quiero cereal, y también panqueques —dijo con claridad, era toda una parlanchina, hablaba muy bien desde los tres años.

—Tendrás cereal, tostadas, huevos y tocino —comentó mientras salían de la habitación.

—Está bien, pero mañana quiero panqueques, por favor.

—Es un trato —aceptó su madre, sonriendo. Su hija era todo para ella, iluminó su vida desde el momento que supo que crecía en su vientre, fue un regalo, su pequeño gran milagro. A sus tres meses, tuvieron que realizarle una cirugía para corregir un problema cardíaco con el que había nacido llamado comunicación interventricular. Todo salió muy bien, Zoe estaba creciendo muy sana y llevaba una vida normal, era una niña inteligente, inquieta y muy curiosa.

—¡Papi! —gritó sonriendo cuando Santiago entró a la cocina diez minutos después y se bajó de la silla para correr a sus brazos.

—Hola, mi pollito —enunció abrazándola.

—Hola, papi. Te extrañé mucho. ¿Salvaste muchas vidas? —le preguntó mirándolo con sus grandes y redondos ojos llenos de curiosidad.

—Algunas, sí. 

—Yo quiero hacerlo también, papi.

—Seguro serás la mejor doctora del mundo, mi amor.

La niña sonrió y Santiago la sentó de vuelta en la silla, aún no terminaba de comer. Estuvo un rato más en la cocina, pero después se fue a dormir, estaba cansado y al día siguiente debía trabajar de nuevo. Durmió por varias horas, más de las que había planeado, y cuando se despertó, encontró una nota de Sara donde le decía que había salido con Zoe a hacer mercado. En lo que volvían, revisó su email y encontró un mensaje de un paciente que le pedía estudiar su caso, había tenido un accidente de auto hacía varios años y sufrió una fuerte lesión medular que le imposibilitaba caminar, esperaba que el “Doctor Milagro” pudiera arreglarlo. Abrió los archivos adjuntos y observó en detalle los estudios que le habían realizado, era una lesión bastante grave y un caso muy interesante que valía la pena estudiar a fondo, aunque no creía que pudiera ayudarlo de la manera que él esperaba.

Más tarde esa noche, luego de que Zoe se durmiera, Santiago le hizo el amor a Sara como había estado deseando. La amaba con cada partícula de su ser, era la mujer de su vida, su sueño hecho realidad, su esposa, su felicidad…

Dos semanas después

Ese día, Zoe tenía su cita anual de control con la cardióloga que la había operado cuando era una bebé. Y la niña la esperaba con ansias, le gustaba ir al hospital, quería ser una doctora como su papá y salvar muchas vidas. En cuanto llegaron al hospital, Zoe se soltó de la mano de su madre y corrió por los pasillos hacia el área de neurocirugía, quería saludar a su papá antes de ir a la consulta.

—¡Zoe, no corras! ¡Espérame! —La llamaba su madre siguiéndola, pero ella no se detuvo, conocía los pasillos del hospital como si fuera su casa. Sara no se preocupó porque todos la conocían y no creía que corriera peligro, pero cuando la alcanzara, le iba a dar el regaño de su vida.

Pronto, la niña llegó al área de neurocirugía, pero en lugar de ir al consultorio de su papá, se dirigió a la sala de espera, donde estaban los pacientes. Vio a un hombre en una silla de ruedas y se acercó a él para hablarle.

—Mi papá puede hacer que vuelva a caminar, tiene superpoderes —le dijo Zoe al hombre, que la miró con el ceño fruncido, pero no porque estuviera enojado, más bien sintió curiosidad al escuchar a una niña tan pequeña expresarse con aquella facilidad. Debía tener cuatro o cinco años.

—¿Sí? ¿cómo se llama tu papá? —le preguntó en tono amistoso y con una sonrisa. Estar confinado a una silla de ruedas no lo había hecho un hombre amargado, aunque obviamente preferiría ser capaz de andar de nuevo.

—Santiago Álvarez —respondió con orgullo.

El hombre sonrió, le encantaban los niños, deseaba convertirse en padre, esperaba que su esposa pronto le diera la noticia de que estaba embarazada porque llevaban meses intentándolo. Después de mucho tiempo pidiéndoselo, al fin había aceptado.

—Justo vengo a una cita con él esta mañana. ¿En verdad crees que pueda hacer que camine otra vez?

—Sí, es el doctor de los milagros —aseguró asintiendo.

—¡Zoe! ¡Ahí estás! —escuchó que dijo su madre detrás de ella y la niña abrió los ojos como lechuza en la noche, por el tono de su madre, estaba enojada.

Sara se acercó hasta donde estaba su hija y, cuando estaba a menos de un metro, se detuvo de súbito y su piel palideció como hoja de papel bond. ¡No podía creer lo que veía! Ese hombre… ese hombre en silla de ruedas con el que Zoe estaba hablando era igual a Lorenzo.

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