Sofía acababa de bajarse de un taxi a unos metros del hotel. Reía con sus amigas aún, despidiéndose después de una cena. Había aceptado salir solo porque Elena le había insistido en que tomara la noche libre. Pero aquella risa se congeló al instante cuando vio el cuerpo tendido en la calle.

—¡Dios mío! —corrió sin pensar, su voz se quebró—. ¡Elena! ¡No, no, no… Elena!

El corazón se le aceleró. Se arrodilló junto a ella, tocó su rostro manchado de sangre.

—¡Alguien, por favor! ¡Ayuda! —gritó, desesperada.

Los primeros en llegar fueron Oliver y Rubén, que salían del hotel. Oliver palideció al verla.

—¿Qué… qué demonios…? —balbuceó, antes de correr hacia Sofía.

Se arrodilló junto a ella y palpó el cuello de Elena. —Todavía tiene pulso —dijo con la voz tensa, casi sin aliento—. Llama a una ambulancia. ¡Rápido!

Rubén se quedó quieto por un instante, mirando la escena con una expresión indescifrable. El rostro de su hija, la sangre, la quietud de su cuerpo… algo en sus ojos se nubló, pero n