Esa noche, Camila regresó a la mansión Valdivia hecha una furia. Lanzó su cartera contra el sofá y subió las escaleras con pasos ruidosos. Encontró a su padre en la biblioteca, revisando unos documentos.
— ¡¿Tú cancelaste mis tarjetas?! — gritó.
Don Sebastián levantó la vista, con expresión calmada. Peligrosamente calmada.
— Las tarjetas no son eternas. Se cortan cuando quien las usa deja de aportar.
— ¡Soy tu hija! ¡Merezco…
No terminó la frase. Don Sebastián se puso de pie con lentitud, caminó hacia ella… y la tomó del cuello. La estampó contra la pared con una fuerza que solo un hombre acostumbrado a dominar podía ejercer.
— Eres un fracaso. Una decepción. No has conseguido nada. Ni un anillo. Ni una alianza. Ni una posición.
Camila intentó hablar, pero no podía. Le faltaba el aire.
— O conquistas a Alexander… o te busco un trabajo. Y no uno de oficina. Uno de los que arruinan las uñas.
Soltó su cuello. Camila cayó al suelo, tosiendo.
— Tú me empujaste a él — susurró.
— Y tú no sup