Elena los dejó hablar. Cada uno vomitó sus reproches, sus juicios disfrazados de preocupación, como si la rabia fuese amor en forma de regaño. Y cuando ya no quedó nada más por decir, cuando la voz de su padre se perdió en la indignación de los demás, Elena se puso de pie.
Sus tacones resonaron sobre la madera cuando dio un paso adelante. Solo entonces todos callaron.
— Durante años, he escuchado cómo cada uno de ustedes habla de familia… mientras me empujaban hacia las sombras. Me dieron las sobras de los negocios, las migajas del respeto, los restos del poder. Y ahora que me ven levantándome, pretenden hacerme creer que soy yo la que los destruye. Aquella noche, en que tenía un arma en la cabeza y nadie hizo nada, entendí que yo no pertenezco con ustedes.
Sus ojos recorrieron uno a uno. Ninguno pudo sostenerle la mirada. Ni siquiera su padre.
— Yo no destruí esta familia. Ustedes lo hicieron cuando decidieron tratarme como sobras.
Silencio. Tenso. Irrompible. Camila dejó de llorar.