Mundo de ficçãoIniciar sessãoPOV: Aurora
La noche en Blackthorn Manor no traía descanso. Traía peso.
Eran las dos de la madrugada. El reloj digital en mi mesita de noche parpadeaba con una luz roja acusadora: 2:00. 2:01. Cada minuto era una gota de agua cayendo sobre una piedra, erosionando mi cordura.
Me giré en la cama por décima vez. Las sábanas de seda, ridículamente caras, se enredaban en mis piernas como enredaderas. Hacía calor. No un calor ambiental —el termostato marcaba unos gélidos dieciocho grados—, sino un fuego interno. Fiebre.
Mi piel picaba.
Era esa misma sensación de estática que había sentido en la boda, pero ahora, en la soledad de la oscuridad, se había amplificado. Zumbaba en mis oídos. Vibraba en mis dientes.
Me senté de golpe, apartando el edredón.
Silencio.
La casa debería estar en silencio. Pero no lo estaba.
Para mí, la casa rugía.
Podía oír el goteo de un grifo tres habitaciones más allá. Plip. Plip. Plip. Podía oír el viento arañando las tejas del tejado como si buscara una entrada. Podía oír el asentamiento de los cimientos de piedra, un gemido geológico profundo bajo la tierra.
¿Me estoy volviendo loca?
Me llevé las manos a las sienes, presionando fuerte. El estrés. Tenía que ser el estrés de la mudanza, de Marcus, de Dante y su desprecio helado.
Entonces, lo oí.
Un paso.
No en el pasillo. No en el piso de abajo.
A mi derecha.
Al otro lado de la pared.
Me congelé. Mi respiración se detuvo en mi garganta. La pared oeste de mi habitación estaba cubierta por un tapiz antiguo, pero detrás de él había piedra y madera. Sólida. Gruesa. Insonorizada, supuestamente.
Pero el sonido fue claro. Nítido.
Thump.
El peso de una bota cayendo al suelo. Luego la otra.
Me arrastré hacia el borde de la cama, mis pies descalzos tocando la alfombra fría. Me moví sin pensar, arrastrada por una gravedad que no podía combatir. Me acerqué a la pared.
Otro sonido. El chirrido de un colchón al recibir un peso muerto. El suspiro de unos resortes viejos.
Y luego... la respiración.
Era imposible. Físicamente imposible. Nadie puede oír a una persona respirar a través de una pared de carga.
Pero yo podía.
Era un ritmo lento, pesado. Inhala. Exhala. Rasposo. Como si el aire le costara. Como si estuviera luchando contra algo en sueños.
Cerré los ojos y apoyé la frente contra el papel tapiz frío.
Mi corazón se sincronizó con ese ritmo invisible.
Kieran.
No necesitaba preguntar. No necesitaba adivinar. Mi cuerpo lo sabía. Esa atracción magnética, esa brújula rota en mi pecho que giraba locamente hacia el norte cada vez que él estaba cerca, ahora apuntaba directamente a través del yeso y la piedra.
Estaba ahí. A tres metros de distancia.
Solo una pared nos separaba.
Debería odiarlo. Me había insultado. Me había mirado como si fuera basura. Me había llamado "ratoncita" con una mueca de asco.
Entonces, ¿por qué mis dedos trazaban el patrón del papel tapiz como si quisieran atravesarlo? ¿Por qué mi boca se sentía seca con el deseo de... de qué? ¿De gritarle? ¿De tocarlo?
La respiración al otro lado cambió. Se volvió más rápida. Irregular.
Un gruñido bajo, ahogado. Sonó a dolor.
Me aparté de la pared como si me hubiera dado una descarga.
—Basta —susurré al vacío. Mi propia voz sonó extraña, distorsionada.
Necesitaba aire. El oxígeno de la habitación se había consumido, reemplazado por mi propia ansiedad y la presencia fantasma del hombre al lado.
Caminé hacia las puertas del balcón. El pestillo estaba frío y rígido, pero cedió con un chasquido metálico.
Salí a la noche.
El viento me golpeó la cara, cargado de humedad. La tormenta había pasado, pero había dejado el mundo empapado y brillante. El bosque frente a mí era un océano negro, las copas de los árboles agitándose como olas oscuras.
Respiré hondo. El aire helado llenó mis pulmones, calmando un poco el fuego bajo mi piel.
Olía a tierra mojada. A hojas podridas. Y a...
Humo.
Tabaco y clavo.
Me tensé. Mis manos se aferraron a la barandilla de piedra húmeda.
Lentamente, muy lentamente, giré la cabeza hacia la izquierda.
Los balcones de esta fachada no estaban conectados, pero estaban cerca. Separados apenas por un metro de vacío oscuro.
Y allí estaba él.
Kieran.
Estaba apoyado en la barandilla, de perfil a mí. No llevaba camisa.
Mi boca se secó de nuevo.
La luz de la luna, filtrándose entre nubes desgarradas, delineaba su figura como una estatua de mármol y sombras. Su espalda era ancha, una topografía de músculos tensos que se movían bajo la piel pálida. Cicatrices plateadas cruzaban su omóplato derecho, marcas de garras antiguas que contaban historias de violencia.
Tenía un cigarrillo entre los dedos, el humo subiendo en espirales perezosas que el viento destrozaba.
No me miró. Pero supe que sabía que yo estaba ahí.
Sus hombros se tensaron imperceptiblemente. La mano que sostenía el cigarrillo se detuvo a medio camino de su boca.
El silencio entre nosotros se estiró. Se volvió denso. Táctil.
Podía oír su corazón.
Dum-dum. Dum-dum.
Era un latido fuerte, furioso. Mucho más rápido que el ritmo relajado que mostraba su postura.
Estaba afectado.
Ese pensamiento envió una descarga de adrenalina a mi sistema. No era la única. No era solo yo la que se sentía arrastrada por esta corriente subterránea. Él también lo sentía.
—Deberías estar durmiendo —dijo.
No se giró. Su voz fue apenas un susurro arrastrado por el viento, pero llegó a mis oídos con una claridad sobrenatural.
—Tú también —respondí. Mi voz tembló, traicionándome.
Kieran dio una calada profunda al cigarrillo. La brasa naranja iluminó momentáneamente su perfil: la nariz recta, las pestañas largas, la tensión en la mandíbula. Exhaló el humo hacia la noche, una nube gris que se disolvió antes de llegar a mí.
—Los monstruos no duermen, Aurora. Esperan.
—No eres un monstruo —dije. No sé por qué lo dije. Quizás porque verlo ahí, medio desnudo y fumando en la oscuridad, no me daba miedo. Me daba... tristeza. Una soledad inmensa que resonaba con la mía.
Kieran se giró entonces. Despacio. Como un depredador que ha decidido dejar de fingir que no ve a la presa.
Me clavó los ojos.
Incluso en la oscuridad, brillaban. Había algo en ellos que no era humano. Un reflejo plateado en el fondo de sus pupilas grises.
Me recorrió con la mirada. Yo llevaba un pijama de satén fino, de tirantes. El frío me estaba poniendo la piel de gallina, pero bajo su escrutinio, sentí que ardía. Su mirada tocó mis hombros desnudos, bajó a mi pecho, se detuvo en mis manos aferradas a la piedra.
Era un toque físico. Sentí el fantasma de sus dedos rozándome.
Jadeé. Fue un sonido pequeño, involuntario, pero en el silencio de la noche sonó como un grito.
Kieran cerró los ojos un segundo. Una mueca de dolor —o de control extremo— cruzó su rostro. Apretó la barandilla de piedra hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Podía oír el crujido de la piedra bajo su agarre. Fuerza inhumana.
—Vete adentro —gruñó. Su voz era más profunda ahora, vibrando con algo oscuro. Peligroso.
—Kieran...
—¡Vete! —ladró.
Tiró el cigarrillo al vacío. La brasa cayó como una estrella moribunda hacia el jardín oscuro.
Me miró una última vez. No había odio ahora. Había desesperación. Había un hambre tan cruda y aterradora que di un paso atrás instintivamente.
—Si sabes lo que te conviene —susurró, su voz rota—, pondrás esa pared entre nosotros y no volverás a salir.
Antes de que pudiera responder, antes de que pudiera preguntar por qué me miraba como si quisiera devorarme y salvarme al mismo tiempo, se dio la vuelta.
Entró en su habitación.
La puerta del balcón se cerró con un golpe seco.
CLACK.
El sonido de una cerradura girando.
Me quedé sola en el balcón, temblando bajo el viento frío. Pero no era el frío lo que me hacía tiritar.
Era la certeza absoluta, vibrando en cada hueso de mi cuerpo, de que esa cerradura no era para mantenerme a mí fuera.
Era para mantenerlo a él dentro.







