5: Cena Bajo Presión

POV: Aurora

El comedor olía a sangre asada y cera de abeja.

Era una mezcla rica, pesada, que se asentaba en el fondo de mi estómago como plomo. Me senté en mi silla asignada, con la espalda tan recta que me dolían las vértebras. Frente a mí, los cubiertos de plata brillaban bajo la luz de la araña de cristal, alineados con una precisión militar. Tenedor de ensalada. Tenedor de carne. Cuchillo de sierra.

Armas.

Todo en esta mesa parecía un arma.

—El rosbif está excelente esta noche —dijo mi madre. Su voz era demasiado aguda, un trino nervioso en medio del silencio sepulcral.

Nadie respondió.

Marcus presidía la cabecera de la mesa como un rey medieval. Cortaba su carne con movimientos lentos y deliberados. Ras. Ras. Ras. El sonido del cuchillo contra la porcelana era el único ruido en la habitación, aparte del tintineo ocasional de una copa de cristal.

A su derecha, Dante comía con una eficiencia mecánica. A su izquierda... Kieran.

No lo había mirado directamente desde que me senté. Pero sentía su presencia. Era una fuente de calor a mi lado, irradiando una energía oscura y agitada que me erizaba los vellos del brazo. Llevaba una camisa blanca, el cuello abierto revelando la base de su garganta, y sus mangas arremangadas mostraban esos antebrazos marcados por venas y cicatrices.

Estaba jugando con su comida. Empujaba un trozo de carne sangrante de un lado a otro del plato, con la mandíbula tensa.

—Aurora —la voz de Marcus rompió el aire como un trueno distante.

Salté en mi asiento. Mi tenedor golpeó el borde del plato con un clinc agudo.

—¿Sí? —respondí, odiando el temblor en mi voz.

Marcus dejó sus cubiertos. Se limpió la comisura de los labios con una servilleta de lino. Sus ojos oscuros se clavaron en mí, pesados, evaluadores.

—He revisado tu horario de clases —dijo. No era una pregunta. Era una declaración—. He decidido que no asistirás al campus este semestre. Transferiremos tus créditos a un programa en línea.

El mundo se detuvo.

Miré a mi madre. Ella estaba mirando su copa de vino, con los nudillos blancos alrededor del tallo. Ella lo sabía.

—¿Perdón? —pregunté. Mi voz salió más fuerte de lo que pretendía.

—Es por tu seguridad —continuó Marcus, como si estuviera discutiendo el clima—. El territorio es inestable. No puedo permitir que un miembro de mi hogar ande suelto sin protección. Estudiarás desde aquí.

La indignación subió por mi garganta, caliente y ácida. Había trabajado duro para entrar en esa universidad. Había luchado por mi beca. ¿Y este hombre, este extraño con delirios de grandeza, pensaba que podía encerrarme en una torre?

—No soy una prisionera, Marcus —dije.

El silencio que siguió no fue simplemente la ausencia de ruido. Fue un vacío.

Dante dejó de masticar. Los sirvientes que estaban en las sombras se congelaron. Mi madre cerró los ojos, como si esperara una explosión.

Marcus no gritó. No golpeó la mesa.

Simplemente... cambió.

El aire en la habitación se volvió repentinamente denso. Pesado. Como si la gravedad se hubiera multiplicado por diez. Una presión invisible descendió sobre mis hombros, aplastándome contra la silla.

Poder.

Era una fuerza física, tangible. Emanaba de él en ondas sofocantes. Olía a ozono y a tierra quemada.

—¿Cómo dijiste? —preguntó Marcus. Su voz era suave. Aterradoramente suave.

Mi instinto gritó.

Baja la cabeza. Muestra el cuello. Sométete.

Mi cuerpo quería deslizarse de la silla y arrodillarse. Mis músculos temblaban con la necesidad biológica de apaciguar al depredador que tenía enfrente. Sentí sudor frío en la nuca. Mi corazón martilleaba tan fuerte que me dolía el pecho.

Pero algo más dentro de mí se rebeló. Algo antiguo. Algo que no era lobo.

Apreté los dientes, luchando contra la presión que intentaba doblar mi columna. Levanté la barbilla, aunque me costó un esfuerzo titánico.

—Dije... que no soy una prisionera —repetí. Me faltaba el aire. La habitación daba vueltas—. No puedes decidir sobre mi vida sin consultarme. Tengo diecinueve años. Soy adulta.

Los ojos de Marcus brillaron. Un destello ámbar, inhumano, inundó sus iris oscuros. La presión aumentó. Los cristales de la araña vibraron. La porcelana crujió.

No podía respirar. Mis pulmones se negaban a expandirse bajo el peso de su Dominio.

Vas a morir, pensó una parte histérica de mi cerebro. Te va a matar aquí mismo, sobre el rosbif.

Mi madre soltó un sollozo ahogado.

—Padre.

La palabra cortó la tensión como una navaja oxidada.

Kieran.

Marcus no apartó la mirada de mí, pero su atención se dividió. La presión disminuyó un milímetro. Lo suficiente para que yo pudiera aspirar una bocanada de aire desesperada.

—Kieran —gruñó Marcus, sin mirarlo.

—Déjala —dijo Kieran. Su tono era aburrido, arrastrado. Se recostó en su silla, balanceando su copa de vino con una indiferencia estudiada—. No vale la pena el esfuerzo. Mírala.

Marcus finalmente giró la cabeza hacia su hijo.

Kieran me miró. Sus ojos grises eran fríos, ilegibles, pero había una tensión en su mandíbula que contradecía su postura relajada.

—Es solo una humana estúpida con complejo de mártir —continuó Kieran, con una mueca de desdén—. Si quiere salir y ser comida por los Solitarios, déjala. ¿Por qué nos importa? Menos bocas que alimentar.

El insulto fue brutal. Crudo.

Pero funcionó.

La energía asesina de Marcus se disipó. El aire volvió a entrar en la habitación. La gravedad se normalizó.

Marcus soltó una risa corta, seca.

—Tienes razón —dijo, volviendo a tomar sus cubiertos—. A veces olvido lo frágiles que son.

Se dirigió a mí, pero ya no me miraba como a un desafío. Me miraba como a una mascota molesta.

—Estudiarás en línea, Aurora. No es una discusión. Es un decreto. Si sales de esta propiedad sin escolta, no me molestaré en enviar a nadie a buscar tus restos.

Cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.

—¿Queda claro?

Mis manos temblaban tan violentamente debajo de la mesa que tuve que aferrarme a mis rodillas para que no se notara. La humillación ardía en mis mejillas, mezclada con el terror residual.

Kieran me había salvado. Y me había destrozado para hacerlo.

—Sí —susurré. No tenía fuerza para más.

—Bien —dijo Marcus—. Evelyn, pásame la sal.

La cena continuó. Los sonidos de la masticación y los cubiertos volvieron a llenar el silencio, como si nada hubiera pasado. Como si yo no hubiera estado a punto de ser aplastada por una fuerza invisible.

Empujé mi silla hacia atrás. El sonido de las patas arrastrándose por la alfombra fue obsceno.

—No tengo hambre —dije. Me puse de pie, mis piernas se sentían como gelatina—. Con permiso.

No esperé respuesta. Me di la vuelta y caminé hacia la puerta. Sentía la mirada de Kieran quemándome la espalda. Quería girarme y gritarle. Quería darle las gracias.

Salí al pasillo y cerré las puertas dobles detrás de mí.

Me apoyé contra la pared, jadeando. El aire fresco del vestíbulo golpeó mi cara sudorosa.

Me miré las manos. Seguían temblando.

Este lugar no era solo una casa extraña con gente rica. Era un campo minado. Había reglas invisibles, jerarquías que no entendía y poderes que podían aplastarme sin levantar un dedo.

Y yo estaba sola.

Completamente sola.

Bueno, no del todo.

Miré hacia la puerta cerrada del comedor. Podía oír, muy débilmente, el sonido de un corazón latiendo al otro lado. Un ritmo furioso y rápido que no coincidía con la indiferencia que Kieran había mostrado.

Dum-dum. Dum-dum.

Me toqué el pecho. Mi propio corazón latía al mismo ritmo.

Maldije en voz baja y corrí hacia las escaleras, huyendo de los monstruos que comían rosbif y de los salvadores que me miraban con ojos de tormenta.

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