El viento cortaba como cuchillas en el aire helado del norte. La luna se escondía entre nubes densas, y el silencio del bosque se mezclaba con el murmullo lejano de un río que bajaba desde las montañas.
Entre los árboles, una figura blanca se movía con gracia y fuerza salvaje: Kira. Su pelaje resplandecía bajo la luz difusa del amanecer mientras corría sin detenerse, guiada por un instinto que no pertenecía del todo a ella.
Lucía, en lo más profundo de su mente, estaba despierta… pero confundida.
Cada paso que daba la loba, cada respiración agitada, era acompañada por la voz temblorosa y perdida de su humana interior.
—No entiendo nada, Kira… ¿por qué siento esto? ¿Por qué sé a dónde ir si ni siquiera recuerdo quién soy?
La loba soltó un gruñido suave, casi maternal, sin detenerse.
—Porque el alma siempre sabe a dónde pertenece, aunque la mente lo haya olvidado.
Lucía suspiró.
—Eso suena muy poético, pero no me ayuda en nada. ¿Estamos perdidas?
—No —respondió Kira con firmeza—. Vamos