JORDÁN
La habitación estaba en silencio, excepto por el eco de mi propio corazón.
Cada palabra que el explorador pronunció ardía en mi mente como fuego.
—Alfa… se parecía a la criadora. A Dafne.
Por un momento, no pude respirar. La pluma en mi mano se rompió, derramando tinta negra sobre el mapa de nuestras fronteras. No me moví. No podía. Mi lobo gruñó en mi interior, inquieto, impaciente, desesperado.
—Está viva… —las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas.
Teo estaba a unos pasos de distancia, su expresión atrapada entre el alivio y el miedo.
—Alfa, no podemos estar seguros. El explorador dijo que solo la vio un segundo antes de que desapareciera. Podría ser otra persona.
—No. —Mi voz salió baja, casi inhumana.— Era ella. Reconocería su aroma en cualquier parte.
Teo vaciló.
—Pero—
—¡He dicho que era ella! —Golpeé la mesa con el puño, y la madera se agrietó bajo la fuerza. Las velas titilaron, sus llamas inclinándose hacia mí, como si temieran la fur