JORDÁN
La tormenta llevaba horas desatada.
Las tierras de la Manada de la Luna Roja estaban empapadas en lluvia y miedo, los truenos retumbando sobre las montañas como si los dioses estuvieran furiosos con nosotros.
Pero no me importaba la tormenta.
Solo me importaba ella.
—¡Dafne! —rugí en la noche otra vez, con la voz ronca. Mis botas se hundían en el barro mientras corría por el bosque, buscando, negándome a detenerme aunque cada parte de mí doliera.
Teo corría cerca detrás de mí.
—¡Alfa, por favor! ¡Has registrado estos bosques cinco veces!
—¡Los buscaré cien veces más si es necesario! —le gruñí, con los ojos brillando dorado—. Está viva. Puedo sentirla.
Y podía.
El vínculo de pareja, débil y tembloroso, palpitaba en lo profundo de mi pecho. Su corazón no se había ido; solo estaba distante, como un eco que venía desde debajo de la tierra.
Un relámpago rasgó el cielo, y por un instante creí verla: de pie entre los árboles, su cabello pálido azotado por el viento.
Pero