DAFNE
Oscuridad.
Eso fue lo primero que sentí cuando mis ojos se abrieron lentamente. No era la clase de oscuridad pacífica que te esconde del mundo, sino la espesa, sofocante, la que se adhiere a tu piel y te roba el aliento.
Mi corazón retumbaba en mis oídos, pesado e irregular. Intenté moverme, pero mi cuerpo se sentía encadenado al suelo. El aire a mi alrededor estaba frío —demasiado frío— y apenas podía distinguir el contorno de mis dedos cuando los levanté.
Sin luz. Sin calor. Solo oscuridad.
Y la odiaba.
Desde que era niña, la oscuridad había sido mi enemiga. Mi madrastra, Madam Livia, solía encerrarme en el sótano cada vez que hablaba fuera de turno. Apagaba la vela y susurraba por la rendija de la puerta:
“Que las sombras te enseñen silencio, pequeña.”
Gritaba hasta que la garganta me ardía. El recuerdo de aquellas noches todavía araña mi alma.
Y ahora, aquí estaba de nuevo —atrapada en algo mucho peor.
Intenté gritar:
—¡Jordán!—
Pero mi voz fue devorada por completo.
Entonce