Dafne
Desperté en silencio.
No el tipo suave y reconfortante, sino el pesado, el que se presiona contra tus oídos y hace que tu corazón retumbe más fuerte solo para recordarte que sigues viva. Cuando abrí los ojos, el mundo estaba equivocado. La casa de la manada se extendía a mi alrededor, pero las paredes brillaban como humo. Los muebles parecían reales hasta que parpadeaba, luego se difuminaban y volvían a formarse, como un reflejo en el agua ondulante.
—¿Hola? —mi voz se quebró. El eco duró demasiado, devorado por algo invisible.
Ninguna respuesta. Solo el leve crujido de una puerta que no existía.
Un escalofrío se enroscó en mis hombros. La oscuridad se aferraba a las esquinas, respirando. Odiaba la oscuridad. Incluso de niña me había perseguido: cada sombra era una garra que me alcanzaba, cada susurro un monstruo esperándome. Presioné una mano contra mi pecho, rogando que mi corazón se calmara.
¿Atenea? Llamé a través del vínculo, ese hilo de luz que siempre sentía dentro de mi