Helena llegó a su hogar después de un largo día de trabajo, con los hombros tensos y la mente un poco perdida. Cerró la puerta con suavidad, como si no quisiera molestar ni al silencio.
Se quitó los zapatos sin apuro, dejó el bolso sobre la mesa y se quedó unos segundos quieta al escuchar que otra voz acompañaba a la de su madre.
Cuando pasó por la sala, notó que Miriam la acompañaba sentada en el sofá, con una taza de café en la mano y un par de galletas en la mesa.
—Señora Miriam, un gusto volver a verla —saludó con cortesía—. ¿Desde cuándo son amigas?
La sorpresa fue inmediata. No había recibido ningún aviso, ni imaginado ese encuentro. Las dos mujeres reían con confianza, intercambiando anécdotas como si se conocieran de toda la vida.
Helena parpadeó. Su madre la miró con una sonrisa tranquila, mientras la de Maikol le dirigía un gesto cómplice.
—Oh, cariño. Hace días hemos estado hablando por teléfono —explicó su madre, sin darle mucha importancia—. Miriam necesitaba ayuda